Hace algunas semanas aparecía en redes una consulta sobre el mejor baterista de la historia. No era la típica, si John Bonham de Led Zeppelin, Keith Moon de The Who, o Ginger Baker de Cream. La pregunta planteaba la disputa entre Neil Peart —el influyente batero de Rush, fallecido en 2020— o Jorge Garrido, El estepario siberiano, un veinteañero español, exmiembro de la banda de heavy metal Saratoga, una celebridad gracias a videos en Youtube, donde exhibe habilidades asombrosas y mucho carisma. Sin utilizar un gran kit, es capaz de replicar las más enrevesadas métricas de canciones famosas con los estilos más diversos. Suele tocar con una mano, mientras con la otra empina un bebestible o fuma un cigarrillo. Más que un músico, parece un acróbata de extraordinaria precisión y talento, obsesionado con la velocidad. Despliega tempos demenciales de metralla; pareciera que ningún ritmo le resulta imposible.
La reacción mayoritaria ante la pregunta era dónde establecer el parangón. Los videos demuestran que, en cuanto a velocidad y destreza, el español es una bestia imbatible. Peart, en cambio, fue mucho más que un intérprete descomunal, sino un compositor y letrista de alto vuelo en una banda que vendió decenas de millones de discos influenciando a generaciones de músicos, junto con establecer nuevos parámetros para el instrumento y el rock durante cuarenta años.
El explosivo solo de Eddie Van Halen en Eruption (1978) provocó una reacción en cadena, que en los ochenta alcanzó su peak en torno a la velocidad en la guitarra. Para el público del metal se convirtió en dogma que más rápido era mejor. Es un factor atractivo, pero también agota con la misma celeridad. Sobrecargar una interpretación para enfatizar habilidades, contradice un principio fundamental de la música, que consiste en el diálogo de los instrumentos y sus partes, para crear una dinámica conjunta atractiva y memorable para el oyente.
No es de ahora la existencia de bateristas que privilegian la velocidad y el lucimiento personal. Las big bands de los años treinta y cuarenta contaban habitualmente con estrellas tras tambores y platillos que realizaban todo tipo de acrobacias, con sus nombres inscritos en los bombos. La velocidad era una parte del espectáculo. Jamás dominaba el juego.