Paula Hutinel: Al calor del fuego

Ceramista

Dedicación, paciencia, cariño. La trilogía perfecta que Paula encontró en la cerámica y que hoy se ha transformado en una suerte de terapia. El disfrute, la gratitud de estar ahí, afloran de manera automática y se olvida de todo. Puede pasar horas en su taller, en él el tiempo deja de existir. “Mi único afán es comunicar calma y autenticidad con mis piezas. Las mías son cerámicas para volar”.

Por Macarena Ríos. / Fotografías Javiera Díaz de Valdés

La textura de un pedazo de greda en sus manos lo cambió todo. El roce del barro en su piel la llevó a imaginar otros mundos que, con el tiempo, fue moldeando y dando origen a diversos objetos utilitarios que hoy llenan su casa y las de otros. “Me encanta ver mis trabajos en casas de amigas, es como un pedacito mío ahí”.

Los años de estudio de diseño de vestuario y más tarde como dibujante técnico arquitectónico fueron decisivos cuando la cerámica entró en su vida. “Tengo buen oficio gracias al tecnicismo que aprendí en mis clases de modelaje de vestuario y en la confección de los planos de ingeniería. A esa perfección me refiero”.

Luego de encontrarse con la greda de manera fortuita, no la soltó más, nunca más. Estuvo un par de años aprendiendo la técnica en el taller de Wara Wara, “para mí el mejor que existe en Chile”, asegura desde su departamento que mira al Pacífico. “Ahí aprendí a desprenderme de las cosas, porque si se te quebraba o no te quedaba bien tenías que desarmarlo y empezar de nuevo. No hay que aferrarse a ningún objeto que estés haciendo, eso es lo que siempre les digo a mis alumnas cuando hago clases”.

¿Qué te inspira para empezar a crear?
La naturaleza. A veces miro una cáscara de nuez y veo sus grietas, la textura, el volumen, o los pistilos de una flor, los colores de las suculentas, las hojas, las maderas gastadas, los troncos, los troncos me fascinan. Es que —¿sabes?— la naturaleza es perfecta.

Los viajes en velero junto a su marido y compañero de vida, Pedro Pérez, la han llevado a lugares como las Baleares, Puerto Rico y el Caribe. En esos rincones se entretenía recogiendo conchitas, líquenes, “todo lo que te puedas imaginar”, y a partir de eso comenzaba la fiesta creativa. “Me acuerdo de que una vez fuimos a Miami y en el aeropuerto recién remodelado habían hecho unos dibujos en el suelo de piedra imitando los corales. Me gustó tanto que les saqué fotos y cuando regresé Chile los imité en porcelana. Se vendieron todos”.

¿Cuál es tu sello?
La gente dice que soy bien minimalista para mis cosas, el detalle, las florcitas delgadas, la loza liviana sin imperfecciones.

Algo que le piden mucho son sus vírgenes. Sus manos expertas toman la greda y comienza la magia. “No pienso en nada, no pienso en los pliegues, ni en el manto, ni en qué cara va a tener, ni en el vestido, ni en su actitud. Salen solos, sin moldes. Ninguna es igual a la otra por más que intente hacerlo y ahí está la gracia, porque la greda es la que manda”.

¿Quiénes son tus referentes?
Hay una diseñadora gráfica chilena, Francisca Aldea, que vive en Estados Unidos y que trabaja la porcelana, un material muy difícil de trabajar que tiene reducciones distintas al gres y cuya quema es diferente, al igual que los esmaltes. El arquitecto Jacques Monneraud trabaja la arcilla con un oficio impresionante, imitando el cartón corrugado y sus ondulaciones en sus creaciones. Brenton Duhan, trabaja la pasta con el negro y blanco solamente, es perfecto en su oficio y construcción de piezas.

El proceso es largo, entretenido y hay que tener paciencia.

“Partes haciendo una pieza con molde o torno para, posteriormente, dejarla secar en la sombra. Luego se va al horno entre ocho a doce horas. Después le das color con los esmaltes y esperas a que se seque para volver a hornearla durante diez o doce horas más. Y cuando abres el horno la expectación se torna en sorpresa, porque el resultado es impredecible. Es todo mágico e inesperado, porque en el horno los minerales que expele cada pieza pueden intervenir en el color de la otra”.

JUGAR CON LA TIERRA

Más que hacer clases, para Paula es “juntarse a jugar un rato con la tierra”. Aunque lleva tantos años en esto y no se sienta profesora y diga que no sabe nada, sus clases son muy bienvenidas. “La estructura, la forma, el objeto en sí es cosa de cada una, depende de la mano de cada una, eso no se enseña. La cerámica es intuitiva”.

“Lo primero que les digo a mis alumnas es que tienen que pasarlo bien y no deben frustrarse, que la greda es la que manda y hay que tener paciencia. No debes tener expectativas de nada ni esperar la perfección, porque no existe un patrón determinado, esto es muy espontáneo”.

Para Paula, la cerámica, así como la cestería, que también practica, son una tremenda terapia. “Cuando uno ocupa las manos te enfocas en lo que estás haciendo y te desconectas del resto”. El disfrute, la gratitud de estar ahí, afloran de manera automática y se olvida de todo. “Puedo pasar horas en mi taller, el tiempo deja de existir”.

En los estantes descansan losas, vírgenes, fuentes, ollas, tazones, pesebres, sagradas familias, platos y lo que a su mente se le ocurra. “La cerámica es mi pasión, me encanta tener mis manos en el barro. El resultado es lo que las manos y la tierra dicen. Muchas veces me siento con la intención de hacer una taza y termino haciendo un cuenco. Y eso es mágico”.

Actualmente también hace clases de cestería, que aprendió de su amiga Milene Delaveau. Empezó a hacer canastos, a teñir rafia, fibras, cordeles, cordones. Hoy hace canastos con rafia teñida por ella misma con cáscara de cebollas, betarraga, cochayuyo, “puros tintes naturales porque son los más lindos”.