La última visita de Iron Maiden el pasado 27 de noviembre en el Estadio Nacional resultó agridulce. Mientras avanzaba el concierto era notorio el contraste entre la energía de la banda, en especial del histriónico y aún atlético vocalista Bruce Dickinson (66), con el despliegue de Nicko McBrain (72) en batería. El veterano músico sufrió un derrame cerebral a comienzos de 2023, y si bien logró recuperarse al punto de retomar las giras planetarias, su rendimiento decayó. Se vio obligado a simplificar y ralentizar los arreglos que lo distinguen como uno de los grandes en el género.
Hecha la reseña del concierto en un medio de alcance nacional, los fans me crucificaron en redes sociales no solo por reparar en el deterioro insoslayable, sino por suscribir que el futuro de Maiden dependía de su reemplazo. Diez días más tarde, el legendario baterista confirmó su retiro ante la evidencia de la merma física, en tanto la banda anunció a Simon Dawson en su puesto.
En diciembre, un documental del canal Drumeo en Youtube abordó en extenso la carrera de Phil Collins, focalizado en su rol tras tambores y platillos, donde califica como uno de los músicos más creativos del progresivo de los setenta junto a Genesis, y del pop rock en los ochenta como solista. Collins se resintió severamente durante la primera gira de despedida de su banda en 2007. Sumado a otros achaques en los años siguientes, su movilidad se redujo al mínimo y ya no puede tocar batería, ni ningún otro instrumento. Durante décadas el músico no reparó en la ergonometría para posicionar los elementos de percusión y en su propia postura encorvada, lesionando irreversiblemente su espalda.
En un género como el rock, la batería exige una estamina particular. “Cualquiera que piense que puede hacer exactamente lo mismo que hace cincuenta años está loco”, declaró Ian Paice (76), el histórico baterista de Deep Purple. A su vez, el fallecido Taylor Hawkins, de Foo Fighters, había manifestado dudas sobre sus capacidades para mantener la energía descomunal a los cincuenta años, convertida en el símbolo de su estilo. El precio que se paga por conjugar el ritmo con precisión y fuerza puede ser altísimo en las esferas profesionales. Un valor que el tiempo torna imposible.