Camila Cafatti, artista: Oda al esmalte

El taller de la encantadora Camila Cafatti es alucinante. Amplio y luminoso, alberga cuadros de cada una de sus etapas como artista, hasta llegar a los retratos hechos con esmalte, el sello que la caracteriza y que con el tiempo ha dominado a la perfección. “Siento que estoy en el camino, que he logrado ser reconocida por mi técnica”.

Por Macarena Ríos R./ Fotografías Andrea Barceló A.

Fanática de la moda y el arte y enemiga de las reproducciones, dice que estar en galerías es una inversión y que sus cuadros son únicos e irrepetibles. Apostados en paredes y atriles, de colores fuertes y vibrantes, el hilo conductor de sus obras es, definitivamente, el esmalte.

Alta y delgada, camina por el taller y se acerca a un cuadro, de gran formato, que está en un atril. “Este es mi cuadro favorito, me lo ha querido comprar mucha gente y justamente, como no me quiero desprender de él, lo tengo a un precio muy alto. No transo”, dice.

 ¿Te cuesta desprenderte de tus obras?
Yo logré enamorarme de mi obra. Me duele venderlos, pero me encanta que la gente los quiera tener. Me gusta que sean queridos. Que la gente me mande fotos con cuadros míos puestos en casas o eventos me encanta. El otro día fui al lanzamiento de una colección de ropa traída de Marrakech por Tamara Starocelsky y tenía un cuadro mío en el evento. Imagínate lo feliz que estaba.

¿Por qué el esmalte?
En el colegio incursioné con el esmalte y rayé con el brillo y su textura. Cuando entré a la universidad logré que me dejaran trabajar con él como un área de pintura experimental.

¿Y cómo es pintar con él?
A diferencia del óleo, el esmalte es muy plástico y al cabo de un rato se empieza a poner chicloso, por eso no puedo parar de trabajar hasta que esté terminado. Al principio me costó incorporarlo en mis cuadros; tenía cuadros todos chorreados porque pintaba de pie, por eso tengo que pintar con los cuadros acostados, aunque cuesta más guardar las proporciones. Es todo un desafío.

¿Cuándo supiste que querías ser pintora?
Toda mi vida supe que quería ser artista, pero nunca pensé que lo sería. Mi abuela materna siempre pintó. Estudió un año en el Bellas Artes, fue compañera de Matilde Pérez, pero cuando mi abuelo supo que pintaba hombres piluchos la sacó de un ala. Fue ella la que me enseñó las proporciones del rostro. Nos sentábamos a pintar por horas.

¿Cuánto te demoras en hacer un cuadro?
Depende mucho de la paleta de colores. Pero en general me demoro entre dos semanas y un mes.

¿Trabajas por encargo?
Hago harto trabajo por encargo, pero no acepto cualquier cosa. Cada vez me pongo más mañosa, más exigente y más regodeona.

¿Cuál es el formato que más te acomoda?
Mis formatos son grandes. Mi base es un metro por ochenta.

¿Es necesario el estudio de una carrera para poder expresarte?
No sé si sea necesario, pero creo que es de gran ayuda porque te dan todas las bases, aprendes todas las técnicas. Yo tuve profesores muy buenos, como Cienfuegos que es un seco y con quien he tenido grandes conversaciones; ellos te hacían razonar, analizar, ir más allá de la obra en sí. Y en ese sentido a mí sí me sirvió, sobre todo para llegar a lo que estoy haciendo hoy.

“ME MUEVE EL COLOR”

 La primera exposición individual de Camila (32) fue en enero del 2015 en la galería La Sala. Se llamó Sueño de realidad y era un conjunto de retratos femeninos. “Fue mucha gente y vendí harto para ser mi primera exposición en solitario. Desde esa fecha, tengo un nexo especial con la galería y he participado en varios colectivos, como el reciente que hubo en homenaje a Queen”.

 “Elegí el esmalte porque tiene que ver con lo falso, lo ficticio, lo brillante. Porque tiene que ver con un mundo plástico. Fue una especie de crítica a los cánones de belleza que nos impone la publicidad”.

¿Qué buscas lograr con tus cuadros?
Lo que busco con el arte en sí es que me gusta que la gente se detenga, observe y sienta algo frente a una obra. Yo juego mucho con la expresión, entonces busco que el cuadro diga algo. Que te produzca un cierto impacto, que evoque, que te lleve a algún lugar. Busco representar un escenario.

¿Qué te inspira?
El color. Me mueve el color con locura. Encuentro que el color le da vida y alegría a las cosas, sobre todo en una ciudad tan gris como Santiago, por eso aplaudo iniciativas como las intervenciones en espacios públicos. Tengo cuatro bancas pintadas en distintos puntos de Santiago: Paseo Mañío, Plaza Perú, en la calle Isidora Goyenechea.

¿Lo más ingrato de ser artista?
La estabilidad económica.

¿Pero se puede vivir del arte?
Sí se puede, pero hay que ser constante.

¿Por qué pintas?
Porque es otra manera de expresar la realidad. Me gusta plasmar realidades, momentos, sensaciones. Creo que uno a través de una imagen puede decir mucho y con la pintura puedes dramatizar, puedes recalcar ciertas cosas y darles más carácter. Lo mío es foto realismo, armo una imagen, una especie de collage en photoshop que luego pinto. Me gusta hacer tangible algo que es virtual.

¿Por qué la pintura y no la foto?
Porque siento que expresan de una manera distinta, que las texturas tienen profundidades diferentes. Hay mucha gente que al principio cree que mis cuadros son fotos y eso me gusta. Me gusta lo dual, que parezca algo que no es.

 

“Si uno no ama lo que hace cómo espera que al resto le guste. Yo logré enamorarme de mi obra. Me duele venderlos, pero me encanta que la gente los quiera tener. Me gusta que sean queridos”.

“Me mueve el color con locura. Encuentro que el color le da vida y alegría a las cosas, por eso aplaudo iniciativas como las intervenciones en espacios públicos”.