Alessia Innocenti: Naturaleza geométrica

artista visual y muralista

Con una estética geométrica y una profunda conexión con la naturaleza, Alessia se ha convertido en una de las voces más singulares del muralismo chileno. Su nueva obra en Lo Barnechea invita a mirar la montaña como parte esencial de la identidad local. A través del color, los fractales y la abstracción, explora la energía del territorio. “El arte público tiene la capacidad de transformar la vida cotidiana”.

Por Macarena Ríos R./ Fotografías gentileza artista

Desde octubre, en el muro sur de la Costanera Norte, frente al barrio Las Ermitas, la artista chilena Alessia Innocenti está pintando la cordillera. O, más bien, está pintando la manera en que la cordillera nos mira.

La obra se llama Guardianes de la Cordillera y cubrirá más de mil metros cuadrados. Pero antes de convertirse en mural, fue otra cosa: una memoria del territorio convertida en figuras que no imitan a la naturaleza, sino que la traducen a un lenguaje propio. Un idioma donde los cóndores son símbolos, los boldos geometrías y el quillay una vibración que se expande como un eco.

La artista —nacida en Chile, formada entre Santiago y Barcelona— lleva semanas suspendida frente al cemento, con brochas, rodillos y una concentración de monje tibetano. Desde abajo, la gente la observa, pregunta, comenta. Le cuentan que esa montaña que pinta es la misma que ven desde la ventana todos los días. Y Alessia escucha, como si cada frase fuera parte del muro.

“Lo que estoy haciendo aquí —dice— es interpretar la energía del territorio, me interesa que el mural conecte con la identidad visual y emocional del entorno”.

EL ORDEN DE LA NATURALEZA

Toda su obra —abstracta, geométrica, deliberadamente vibrante— nace de los fractales. Esos patrones que se repiten en las hojas, en los ríos, en el viento que baja de la montaña que generan equilibrio y armonía.

“La repetición es ritmo. El ritmo es equilibrio”, explica. Para ella, la geometría no es un ejercicio técnico, sino un modo de escuchar. Una forma de detenerse donde otros pasan de largo. Esa disciplina comenzó temprano: una niña que dibujaba sin parar en el colegio, que más tarde estudiaría Artes Visuales y un diplomado en Arteterapia —“ahí sentí que el arte era algo que se me había regalado, un lenguaje que me acompañaba y que me acompañaría siempre”—, porque intuía que la pintura podía ser un puente hacia algo esencial.

Barcelona llegó después: un viaje de seis meses que se convirtió en años, en proyectos, en una inmersión en el arte urbano que la empujó a mirar el espacio público de otra manera. “Allá entendí que un mural no es un cuadro grande. Es un acto de convivencia”.

También entendió el valor de los procesos de cocreación y de la participación activa de la comunidad en el arte público. “El arte público transforma la rutina. Hace que un trayecto cualquiera se convierta en contemplación, aunque sea por dos segundos. Tiene una dimensión social muy potente, capaz de unir, inspirar y despertar sentido de pertenencia”.

¿Tienes referentes?
Admiro mucho a Matilde Pérez por su exploración del movimiento y el color, y también a Julio Le Parc y Víctor Vasarely, que trabajaron la geometría y la percepción de manera increíble.

“Hace un tiempo estuve en Bilbao visitando la muestra completa de Hilma af Klint y fue una maravilla. Me impactó mucho ver la manera en que abordaba la espiritualidad y cómo estaba tan adelantada a su época. Me pareció muy inspiradora”.

LA ENERGÍA DEL TERRITORIO

En Lo Barnechea, Alessia encontró una cordillera que no es fondo, sino protagonista. Una montaña viva que se impone en todas las direcciones. “transformé la flora y la fauna en figuras simbólicas, guardianes que habitan la montaña y nos recuerdan que formamos parte de un ecosistema más amplio”.

Y así, el mural avanza como avanzan ciertos amaneceres: lento, inevitable, cargado de intención.

El proyecto forma parte del programa de Regeneración Urbana del municipio, pero Alessia lo vive como algo más íntimo: una oportunidad para reconciliar a la ciudad con su propia geografía. “No somos un barrio al lado de la cordillera. Somos un barrio dentro de ella”, afirma.

Bajo el título “Pintar la cordillera es también pintar quiénes somos”, la artista reflexiona sobre el poder del arte público, la mirada femenina en el muralismo contemporáneo y el desafío de reconectar la ciudad con su entorno natural. “La naturaleza tiene una dimensión sutil que tratamos de ignorar, pero está ahí. Mi trabajo es un intento de recordarla”.

Alessia sabe que vivir del arte es un acto de fe. Años de convocatorias, de murales hechos bajo el sol o el frío, de proyectos que se caen antes de empezar, de otros que se abren como ventanas inesperadas. Pero también sabe que la obstinación es parte del trabajo. “Con el tiempo he entendido que lo importante es seguir insistiendo, creer en lo que una hace y disfrutar del proceso”.

A ratos, cuando el viento baja con fuerza desde la montaña, se detiene a mirar lo que ya está pintado. Ese tramo que ayer era solo cemento hoy vibra con colores que parecen moverse. Un observador casual pensaría que hay algo de espiritual en su obra. Ella no lo niega. Lo llama “energía”.

Cuando el mural esté terminado, miles de personas pasarán frente a él sin detenerse demasiado. O quizás sí. Quizás alguien se quede mirando un instante más.

Eso es lo que Alessia espera: “Que cada persona encuentre su propio significado. Que sienta que la obra habla del lugar donde vive. Que la naturaleza deje de ser un paisaje y vuelva a ser un vínculo”.

En el final del día, mientras los colores se apagan con la luz, Alessia baja del andamio. La cordillera se estira detrás del mural. Y uno entiende que lo que ella pinta no es solo una montaña. Es una forma de decir: estamos hechos de lo mismo que miramos. Y, a veces, olvidarlo es una manera de perder el rumbo.