Weezer debuta en Chile el 24 de septiembre en el Movistar Arena. Llega a veinticinco años de irrumpir con el álbum azul, todavía el mejor título de una banda que se las ingenia para mantener la atención adolescente cuando los jóvenes no mantienen links con el rock, más allá de representar la música de abuelos y padres. De Weezer se hacen bromas en Saturday Night Live sobre la calidad de sus discos tras aquel debut y Pinkerton (1996) (“el resto es bastante cursi”, dice un personaje en un sketch con Matt Damon), ese segundo disco que sólo el tiempo reivindicó, aporreado desde la crítica por el sonido crudo y unas letras sexualmente explícitas en una banda de aspecto nerd radiante.
De hecho, La venganza de los nerds funciona como título alternativo en este texto. Una cita manoseada que encajaría porque Weezer se ha consolidado en una especie de cliché retromaniaco (esa obsesión de la cultura pop con su pasado), gracias a Teal album, consagrado a covers. Aunque hay hits de los años sesenta en adelante, se inclinan por clásicos ochenteros como Everybody wants to rule the world de Tears for fears y Africa de Toto.
En Weezer los alcances al pasado y símbolos de la cultura pop son claves desde que su primer éxito homenajea al pionero del rock Buddy Holly y su logo en vivo copia al de Van Halen. Rodaron el video del single Beverly Hills en la mansión Playboy y este año aplicaron copy/paste a la animación de Take on me de A-ha, en un video protagonizado por uno de los chicos de Stranger things para una especie de metareferencia ochentera.
La discografía es irregular y nunca ha recuperado el brillo de los inicios, pero hay algo entrañable en Weezer. Parecen adolescentes eternos que sueñan con devorar el mundo mientras ensayan ruidosos y algo desafinados en un garaje. La originalidad los ha abandonado, pero tienen la pócima de la eterna juventud.