Muchos países entendieron la importancia de un ícono, no por pretensiones, sino por un gesto de identidad. Hagamos un rápido repaso: La Torre Eiffel en Francia, el Coliseo en Italia, La Estatua de la Libertad en Estados Unidos, El cristo en Brasil, La Casa de La Música en Portugal, el Taj Mahal en India y así tantos casos. Algunos países, incluso, con más de uno. Otros, que entendieron su potencial, con íconos en vías de ser reemplazados por nuevas intervenciones. Edificaciones encargadas de conmemorar, representar, manifestar y tantas misiones como se propongan, para luego, a través de ellas, proyectarse hacia el mundo.
No basta con levantar una forma atractiva que signifique algo: un verdadero ícono urbano funciona cuando dialoga con su contexto, cuando genera espacios de encuentro, cuando se convierte en parte activa de la ciudad, o más ambicioso aún, cuando activa a la ciudad como el Museo Guggenheim de Bilbao, España. Hay muchos que lo intentan y no lo logran, o simple y lamentablemente ni lo intentan, descansando en que algún bien natural lo hará, como Las Torres del Paine, el desierto florido, el Valle de la Luna o algún iceberg.
En Sídney, Australia, tenemos el caso de la Ópera, proyectada por el arquitecto danés Jørn Utzon, quien ganó, en 1957, un concurso internacional con más de 230 propuestas. La idea era construirla en pocos años con un presupuesto acotado, pero el destino tenía otros planes: la obra tardó catorce años en completarse, se inauguró en 1973 y terminó costando 102 millones de dólares australianos en lugar de los siete iniciales. Esto, porque el desafío técnico era complejo. Las velas o conchas de hormigón no conseguían una solución estructural, sin embargo, al poco tiempo concluían que había valido la pena.
La península de Bennelong Point se convirtió en un escenario conveniente: desde la ciudad se mira la Ópera como una escultura habitable, y desde la Ópera se contemplan las mejores vistas de la bahía. El ícono de Australia se completa con lo que lo rodea: explanadas, paseos peatonales, cafés, accesos abiertos que invitan a recorrerlo, incluso, sin entrar a una función, y cómo no, si son 1,5 millones de tickets vendidos y más de diez millones de visitantes que la recorren. La Ópera necesitaba algo más que un edificio: requería un sistema urbano a su alrededor. Cómo se llega, cómo sales después de una función, cuántos metros cuadrados de espacio público pueden recibir y dispersar multitudes, dónde se permanece para observarla y qué actividades acompañan la experiencia. Todo eso importa tanto como el diseño de la sala principal. La Ópera funciona porque entendió que su proyecto era también el de sus exteriores, sus recorridos, sus espacios abiertos y sus vínculos con la ciudad.
Hoy el edificio no solo aloja música y artes escénicas, sino que se ha convertido en plaza, muelle, mirador y postal. Un espacio de permanencia y recreación que, con inteligencia urbana, logra trascender su función original para transformarse en lo que toda ciudad necesita.