Su interés por la ciencia comenzó como un juego y se convirtió en amor. Lleva casi dieciséis años como docente. En un colegio de Angol enseña a niños vulnerables, con un aparato que le regaló la NASA. Y ha hecho tal diferencia que fue galardonada con el Global Teacher Prize Chile 2019. ¿Sus métodos? La investigación científica y la educación empática, que le traspasó la única maestra que creyó en ella, cuando era una niña con problemas de atención.
Por Francia Fernández P. / Fotografía Teresa Lamas G.
Hace unos meses, Nadia Valenzuela (39) recibió una de las mejores noticias de su vida: resultó ganadora del Global Teacher Prize Chile, la versión local de un premio conocido internacionalmente como el “Nobel de la Enseñanza”, que recae en docentes cuyo trabajo de excelencia tiene un impacto dentro y fuera de las aulas y que, en el país, conduce Elige Educar.
Nadia es profesora de la Escuela Lucila Godoy Alcayaga, de Angol, en la Región de la Araucanía, donde da clases de Ciencias a doscientos cincuenta alumnos, de primero a octavo básico, desde hace casi cuatro años. Entre otras cosas, los hace experimentar con un aparato llamado clinostato, que consiguió gracias a una donación de la ONU, y que, al girarlo, en sentido contrario a las agujas del reloj, provoca el efecto de microgravedad. De ese modo, los estudiantes observan cómo responden las semillas a la alteración del campo gravitatorio, algo que podría servir para la futura creación de granjas en el espacio.
A esta maestra el premio la tiene emocionada. “Sé que es algo grande y de mucha responsabilidad, y me llena de orgullo, principalmente, porque siento el cariño, sobre todo, de las profesoras, ya que es como que estoy reivindicando el género. Existe la idea de la ciencia ligada a lo masculino: el hombre trabajando en un laboratorio y la mujer relegada a otras áreas, y no es así. Este es un ejemplo”, comenta con entusiasmo, en el patio de la facultad de Medicina de la Universidad de Chile, ubicada en la Quinta Normal. Acaba de brindar una capacitación a cien profesores de colegios municipales, como parte del programa ECBI (Educación en Ciencias Basada en la Indagación), que promueve una enseñanza “que permite que el alumno piense como un científico”, explica.
Nacida en la ciudad de Victoria, Nadia (cabello azabache, ojos saltones, sonrisa con frenillos) es la mayor de dos hermanos (el menor se dedica a la construcción, en Santiago). Se crió bajo los influjos de una madre dueña de casa y de un padre profesor de Ciencias Naturales en Educación General Básica, como ella. Hace quince años está casada con Víctor Jara, un funcionario público con el que tiene un hijo de ocho, Vicente, que es su “fan número uno”, cuenta.
¿Siempre quisiste ser profesora de Ciencias?
Siempre me interesó la ciencia. Mi padre tenía un herbario, un álbum donde iba pegando hojas de árboles o flores, con sus nombres científicos. Con siete años me enteré de la tragedia de Chernobyl. Ahí empecé a meterme en los libros. Mi papá nos explicaba los procesos científicos, nos estimulaba a hacer preguntas. Era un desafío. Partió todo como un juego, y me terminé enamorando de las ciencias, que es la materia más linda que podemos enseñarles a los niños, porque la ciencia está fuera y dentro de nosotros, por ejemplo, con los procesos que ocurren cuando nos enamoramos o sufrimos por amor.
¿Fue algo gradual?
Sí. Yo estudié Pedagogía en la Universidad Arturo Prat sede Victoria. Llevo casi dieciséis años enseñando. Como profesora básica, Ciencias era una de las asignaturas que daba. De a poco me fui dando cuenta de que tenía habilidades, y me gustaba. Después empecé a especializarme en esto, y acá estoy. Obviamente, hay una influencia paterna.
¿Hubo algo más que te marcara?
Cuando salí de cuarto medio trabajé en una unidad de gendarmería en que se rehabilita a los presos, a través del trabajo y de la educación. Yo les enseñé a leer a varios. Y, gracias a esa experiencia, de enseñarles a los internos, decidí dedicarme a la pedagogía, porque cuando ellos aprendían, ocurría algo mágico en mí.
El noventa y siete por ciento de los alumnos de la escuela en que trabajas provienen de entornos vulnerables. ¿Qué te motiva a enseñarles?
Yo fui una alumna vulnerable… Sufría de déficit atencional con hipoactividad. No generaba problemas en la sala de clases, me quedaba quieta, pero no aprendía. Una característica de esto es que la vida pasa en cámara lenta, mientras que la mente va a mil por hora. Tuve suerte de cruzarme con una profesora (Gloria Navarrete) que hizo la diferencia.
¿Cómo superaste ese problema?
El déficit atencional creo que todavía no lo he superado. Quienes lo sufrimos somos creativos, no tenemos habilidades sociales muy desarrolladas. A mí me cuesta montones adaptarme a los cambios, a nueva gente, a nuevos colegas. Toda esta cosa mediática que ha traído consigo el premio ha sido un poco problemática, me genera ansiedad.
¿Y cuando eras niña?Me iba pésimo en el colegio, tenía baja autoestima, no tenía amigos. Mis únicos “amigos” eran Papelucho, Anna Karenina, Tom Sawyer, Martín Rivas.
Gracias a esa profesora que se preocupó por mí, yo creo que soy una profesora empática, que enseña desde la educación emocional. Lidiar con temas en un contexto de vulnerabilidad, no es fácil. Soy la única profesora del colegio que hace clases desde primero hasta octavo básico.
¿Cuál ha sido tu mayor logro como docente?
Yo enfoco las ciencias en la investigación científica, y mi mayor logro es que mis alumnos se enamoren de la ciencia y desarrollen habilidades y pensamiento científicos. La generación de hoy está expuesta a muchos estímulos, son nativos digitales. Uno no puede hacer una clase solo con un plumón y el pizarrón, porque los niños se aburren. Y un niño aburrido en clases es un problema. Entonces hay que innovar. Yo les planteo hacer investigaciones que son súper extrañas, así los motivo. También creo en la pedagogía respetuosa, no impositiva. En mi clase todo se conversa, y eso lleva a conectarse con ellos, que están en la pubertad, y lo valoran. Yo no veo a los alumnos como robots que hay que llenar de contenidos, les enseño para que se desarrollen, a futuro, de una manera óptima.
LIQUEN, SEMILLAS Y SUEÑOS
En 2014, mientras cursaba un diplomado en el Instituto Austríaco para América Latina, en Viena, junto con otros cincuenta líderes jóvenes, Nadia visitó la oficina austríaca de las Naciones Unidas, donde conoció a Takao Doi, un astronauta japonés de la NASA, que le contó sobre un programa al que había que postular para conseguir instrumentos que ellos donaban a cincuenta colegios, a nivel mundial, con el fin de que investigaran qué semillas podrían llegar a ser cultivadas en el espacio. “Al año siguiente, me gané el instrumento, me lo dejaron en el colegio”, detalla.
Nadia volvió a esa sede de la ONU, en 2016, para exponer un proyecto espacial propio, que “consistía en enviar un liquen a la Estación Espacial Internacional, para que sirviera como bio-indicador de contaminación atmosférica con metales pesados. En la Tierra, el liquen absorbe esta contaminación, entonces yo quería ver si en el espacio perdía su capacidad absorbente o la mantenía, pero, también, saber a qué contaminantes estaban expuestos los astronautas”. No le fue muy bien con esa investigación: “a nadie le gusta que le digan que su casa está sucia”, indica.
Posteriormente ganó una beca para una pasantía intensiva sobre metodologías para “acercar la astronomía a los niños con materiales simples”, en la Universidad de Heidelberg (Alemania). Todo lo anterior, por supuesto, sumó para el Global Teacher Prize Chile 2019, cuyas bases obligan a que el sesenta y cinco por ciento de los veintiocho mil dólares del premio sean destinados a fines educativos. Nadia ha pensado en hacer un observatorio o invertir el dinero en divulgación científica. “Estoy viendo”, dice. De su investigación con semillas, en tanto, participan niños de quinto a octavo, que han experimentado con acelga, cilantro, chícharos, lentejas, perejil y porotos.
¿Alguna de esas semillas podría servir para una granja espacial?
El chícharo, una legumbre. También estamos potenciando su consumo en el sur, pues ha disminuido. Es un alimento muy completo, como la quínoa, el problema es que tiene un sabor muy fuerte.
Con tus alumnos también han aportado a la comunidad…
Sí, en 2015, reforestamos el Tren-Tren, un cerro sagrado mapuche (de la Región de O’Higgins), con unos quinientos árboles nativos. Después, en Angol, como parte del taller de forjadores ambientales. también vamos a un hogar de ancianos abandonados. Les llevamos flores y plantamos árboles en su huerto. Y conversamos, nos reímos y bailamos.
¿Qué es lo más lindo que te han dicho tus alumnos?
En la sala de clases, uno para ellos siempre es lo máximo. Y te dicen que, a futuro, quieren ser como tú, profesores, o preguntan qué tienen que hacer para ser científicos o astronautas. Cuando yo estaba entre los cinco finalistas del Global Teacher Prize, me decían: “usted va a ganar, porque es la mejor para nosotros”. Eso significa que uno está haciendo bien la pega.
¿Y qué sueñas para después?
Seguir trabajando con mis niños, ya sea en este colegio o en otro, y acercar las ciencias, especialmente, la astronomía, a las aulas. Alguien dijo que si hubiera más conocimiento astronómico habría menos violencia, menos egocentrismo. El universo es tan inmenso… Nosotros nos creemos la gran cosa cuando, en realidad, somos menos que un grano de arena. Entonces, creo que hay que enfocar las cosas de esa forma. Y espero seguir ligada a las investigaciones científicas, y ser un aporte para mi país y para el mundo.