Cultivar la conciencia del ser y la calma a través de la contemplación es, probablemente, una de las prácticas más antiguas que conocemos y la observación de flores, quizás una de las más populares. No es casualidad, entonces, que muchos artistas hayan realizado importantes instalaciones con este tema. Es el caso de Emmanuelle Moureaux con Color Mixing, en Omotesando, Tokyo, donde colgó más de veinticinco mil flores de papel sobre un atrio de seis metros; o la instalación del ceramista Paul Cummins y el escenógrafo Tom Piper, Blood Swept Lands and Seas of Red, que contaba con 888.246 amapolas rojas de cerámica en el Foso de la Torre de Londres. Sin embargo, nada supera a la artista primera: la naturaleza, creadora y organizadora de todo lo que existe, la maestra, como señalaba Rembrandt. En ella están todos los colores, las formas y volúmenes inimaginables, llenos de armonía, en que cada unidad, bella por sí sola, es capaz de conformar un todo aún más extraordinario. Es quizás por ello que Van Gogh decía que sólo amándola se podría comprender en profundidad el arte.
Es en el desierto de Atacama, con una vegetación escasa que sobrevive precariamente con la camanchaca, donde la Naturaleza realiza una de las más extraordinarias “instalaciones”, mágica en su génesis, generosa en su entrega y silenciosa en ejecución: la floración del desierto. A diferencia de otros desiertos, como en Namibia o Australia, la floración que aquí ocurre es inesperada, porque Atacama es uno de los desiertos más áridos del planeta. Cuando las precipitaciones sobrepasan los 15 mm y las temperaturas no descienden más allá de la media, cada cinco o diez años, la naturaleza ejecuta la mejor de sus obras, despertando y activando la memoria de poco más de doscientas especies, muchas de ellas endémicas, que pueden permanecer en latencia durante décadas en el desierto. En los llanos interiores de Vallenar y Copiapó, las Patas de Guanaco y los Suspiros se extienden por kilómetros entre serranías arenosas y llanos pintados de fucsia y blanco, salpicados por añañucas. En las serranías costeras, por el contrario, abunda la diversidad de colores, porque a estas plantas se les suman el Lirio de Campo, el Amancay, la Corona del Fraile, el Huilli, entre muchas, y la gran protagonista: la Garra de León, difícil de observar. Este año las precipitaciones fueron copiosas y, según los entendidos, esta será la floración más grande de los últimos veinte años. Ciertamente, un espectáculo imperdible.
En medio de esta aridez y con rápidos procesos de germinación, crecimiento y floración, la naturaleza es capaz de exponer una increíble información de luz, color, forma, ritmo y movimiento, que despliega abundante y generosamente, como si de la densificación de la energía se tratara, almacenada en bulbos, tubérculos y semillas muy pequeñas. Es, sin duda, su enorme diversidad de expresión la fuente primera de inspiración.