Catástrofes, migraciones masivas, pestes y conflictos han sido azote constante para la Humanidad. Hoy, a pesar de la pandemia y no pocos otros problemas, egipcios y turcos se vuelven a enfrentar. Porque la ignorancia de la Historia es la peor miopía; su conocimiento cabal, la mejor vacuna y profecía.
Los hititas son mencionados varias veces en la Biblia, pues habitaban la región más al norte de Canaán, vale decir, la actual Turquía. Ahí, hace ya casi dos siglos, en un sitio llamado Bogazköy se halló Hattusa, la capital del reino Hitita. Encerrada por altos muros que se extendían por ocho kilómetros, fue esa una urbe vibrante que alojó a una importante población.
Al centro, en una breve colina, se hallaban los edificios principales y el palacio real. En ese lugar se desenterraron muchas tablillas de arcilla con inscripciones cuneiformes (escritura de la Mesopotamia adoptada en todo el Medio y Cercano Oriente). Pero lo escrito no era acadio, la lengua universal que más se habló por un par de milenios, sino otra lengua extraña. Al descifrar los textos se pudo saber de ese pueblo misterioso, fugazmente nombrado por egipcios, asirios y babilonios. Los hititas hablaban un dialecto indoeuropeo, y cuando aprendieron a escribir grabaron en su lengua nombres de sus dioses y reyes, sus normas y tradiciones. Cantaron sus triunfos y, con sorprendente humildad, reconocieron sus frustraciones y derrotas.
La amplia meseta de la Anatolia, (hoy la parte asiática de Turquía), era el “país de Hatti”. Así aparece mencionado en los escritos acadios más antiguos, y por esas anotaciones sabemos que el país de Hatti estuvo poblado por lo menos desde el 2.500 a.C. Sobre ese primer estrato de población se infiltraron grupos de inmigrantes que cruzaban sin cesar las montañas del Cáucaso. Eran clanes agresivos, que se esparcieron por toda Anatolia y se mezclaron con los locales, adoptando usos y costumbres. Sucesivas luchas de poder y dominio culminan en una sola organización, con una jefatura centrada en Hathushāsh (Hattusa), la capital. Tal poder atemorizó a los reinos vecinos que no tardaron en entrar en conflicto con ellos. Los hititas atacaron Asiria y llegaron hasta las mismas puertas de Babilonia.
Con Egipto tuvieron sucesivos roces. Primero fue al liderar un levantamiento en toda la Palestina contra los egipcios. Pero el año 1482 a.C, el faraón Tutmosis III sofocó ese alzamiento infligiendo una dura derrota a la coalición hitita-cananea en Meggido (lugar a 80 km al Norte de Jerusalén). Esa victoria está descrita en los templos de Karnak. Pero el golpe dado por los egipcios fue sólo a una zona periférica. Los hititas siguieron creciendo y haciéndose fuertes. Doscientos años después, siendo Egipto la mayor potencia existente, decidió aplastar a los hititas para siempre. Ramsés II, joven e impetuoso, alistó un enorme ejército y se lanzó al encuentro del ejército hitita; su deseo era expulsarlos desde la Palestina, tomando para sí la emblemática ciudad de Kadesh. Pero una serie de errores hicieron que la batalla fuese un desastre; y si bien Ramsés volvió vivo, no logró su objetivo. En las inscripciones egipcias se describe la batalla de Kadesh como si hubiese sido una gran victoria de Ramsés —propaganda y manejo de la información, ya en ese tiempo. Sin embargo, en las tablillas hititas halladas en Hatthusa dice otra cosa. Egipto debió retirar sus fronteras muy al sur y reconocer los límites meridionales del reino Hitita.
El gran ciclo hitita duró cinco siglos: del 1800 al 1200 a.C. Una combinación de factores debilitó la composición de ese reino y terminó por disolverlo en una constelación de principados sin trascendencia. Alteraciones climáticas que no son sólo cosa de hoy, cataclismos naturales que sacudieron toda la cuenca del Mediterráneo y sus zonas vecinas, causaron masivos desplazamientos de población.
El siglo trece antes de la era cristiana es un tiempo de dramáticos cambios en las civilizaciones existentes. Varias fueron tan afectadas que sucumbieron, y finalmente cayeron bajo el peso de invasores que terminaron por derrumbar lo que quedaba. Los atacantes aparecían por todas partes; armados con terroríficas armas de hierro. Llegaban en flotillas de naves y asolaban las ciudades costeras. La Guerra de Troya es uno de otros tantos asaltos menos épicos y famosos. El reino hitita sucumbió ante la arremetida de nuevas oleadas de inmigrantes, que al igual que sus ancestros, provenían del Asia Central. Quedaron las silenciosas ruinas de Hatthusa y otros santuarios con sus piedras titánicas talladas y encajadas a la perfección; inscripciones y bajo relieves que cuentan al viajero de una grandeza ida, y que merece ser recordada. Porque todo puede volver a suceder.