Mueren Camilo Sesto y José José, Juan Gabriel no resucita a pesar de los delirantes anuncios del manager prometiendo su regreso, y un Miguel Bosé de voz desgastada y comportamiento errático se convierte en una parodia de sí mismo. La gloriosa canción romántica latina que vivió su majestad entre los años setenta y ochenta, se deshoja irremediablemente y no existe relevo. La generación posterior con Ricardo Arjona y Alejandro Sanz no ofrece la misma consistencia ni el impacto cultural de aquellas melodías, que también fueron una respuesta a la omnipresente oferta musical anglosajona concentrada en el rock.
La historia de la música popular parece ir en reversa en cuanto a complejidad en casi un siglo. Las big bands de los años treinta y cuarenta, con sus pomposos arreglos y decenas de músicos, fueron drásticamente erradicadas en la siguiente década, cuando la amplificación y la electrónica comenzaron a desarrollarse de tal manera que ya no era necesaria una orquesta para colmar de sonido una sala, sino guitarra, bajo, teclado, batería y voz. Los arreglos se simplificaron y siguió sucediendo en los años siguientes. Las acrobacias y los conceptos del rock progresivo cedieron ante la sencillez del punk y el pulso invariable de la música disco con su énfasis bailable, como el rap destiló todo lo que pudo el funk dejando de lado los ornamentos y los virtuosismos marcados desde el bajo.
Anclados en la percusión y los efectos en la voz, el reguetón y el trap han reducido al mínimo las variables melódicas y las necesidades de instrumentos antes indispensables como la guitarra, cuyo arraigo entre los jóvenes también va marcha atrás. Cuesta imaginar un estilo que sea capaz de simplificar aún más el lenguaje musical popular, pero el camino ha sido así. En reversa.