Roger Waters publicó The Dark side of the moon redux —este último término entendido como “recuperado”—, una reescritura del clásico de 1973 de Pink Floyd, el cuarto álbum más vendido de la historia de portada iconográfica, y composiciones labradas bajo un hito de ingeniería en sonido.
El músico británico asegura que el original semeja “el lamento de un anciano sobre la condición humana”, a pesar de la relativa juventud del cuarteto cuando registraron, hace más de medio siglo, aquellas canciones sobre alienación, el paso del tiempo y la muerte, entre otros asuntos. Waters pretende aportar “la sabiduría de una persona de ochenta años” en esta reformulación de un título cumbre del rock, como una forma de arte de aspiración intelectual.
Los resultados son discretos, lúgubres, mortecinos. La riqueza y profundidades del original ceden ante la imposición del exlíder de Pink Floyd de convertir el álbum en un ejercicio de palabra hablada en largos pasajes, una forma de sortear las restricciones de una garganta avejentada. Waters se instala como el viejo sabio de la tribu que pondera y divaga, en un solapado intento por minimizar —otra vez— el aporte de sus excompañeros y reescribir la historia.
El músico, claro está, puede hacer lo que quiera; las canciones son suyas mayoritariamente, aun cuando comparte créditos en distintos cortes con David Gilmour, Richard Wright y Nick Mason.
Un disco —en rigor, cualquier obra artística— refleja momentos y circunstancias como espejo del tiempo. La trascendencia es prerrogativa de la masa convirtiendo determinadas piezas en objetos de alta valoración. El álbum lleva la firma de Roger Waters y sus derechos; sin embargo, no le pertenece por completo. “Cuando un disco tiene roce con el público”, declaró Adrián Dargelós de Babasónicos hace años, “ya pertenece a la gente que lo escucha y tiene un asidero en el imaginario; dejó de ser nuestro mundo de fantasía”.
El destino de estas reversiones es el rápido olvido, a lo sumo una lectura a pie de página de carácter anecdótico. Roger Waters ajusta cuentas personales, a costa de manosear una pieza monumental, convencido de una potestad exclusiva.