Arte, poesía y activismo político atraviesan su obra, desde que el golpe de 1973 la encontró en Londres, becada por el British Council. Sus trabajos se exhiben en la Tate Modern de Londres y el MoMA de Nueva York. El año pasado ganó el prestigioso Premio Velázquez de Artes Plásticas. Radicada en la Gran Manzana desde los ochenta, tras un reciente paso por Chile, aplaude la transversalidad del movimiento social.
Por Francia Fernández P. / fotografía gentileza Cecilia Vicuña y Lehmann Maupin, Nueva York.
«Usted debe ser sin duda un alma pura”, le escribió una vez el famoso novelista Henry Miller. Cecilia Vicuña (71), poeta y pionera del arte conceptual en Chile, ha transitado muchos caminos desde que, en 1966, cuando era una adolescente, tuvo una especie de epifanía en una playa de Concón: enterró dos palitos en la arena y, al contemplarlos –abajo, el lodo; al fondo, el mar; arriba, el cielo–, se dio cuenta de que todo en el mundo estaba conectado. Y entonces comenzó a crear.
El golpe de 1973, que acabó con el gobierno de la Unidad Popular (UP) que ella admiraba, aunque no era militante, la sorprendió en Londres. Allí, junto a otros artistas, formó Artists for Democracy, una agrupación de resistencia a la que adhirieron Julio Córtazar y Roberto Matta. Antes, en Chile, había fundado con Claudio Bertoni (su pareja de entonces) y otros poetas el movimiento Tribu No, y también había llenado de hojas el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), con su primera exposición Otoño y pinturas (1971).
La política, la cultura indígena, la ecología, el erotismo, el feminismo han atravesado su trabajo: poesías, esculturas, instalaciones, performances y filmes como ¿Qué es para usted la poesía? y Sol y dar y dad, una palabra bailada. Vicuña ha tomado huesos, semillas y otras “basuritas” y las ha convertido en algo nuevo, a modo de dignificar los desechos. También es la creadora de conceptos como “palabrarmas” —la palabra como arma— y la autora de una veintena de libros, el primero, Sabor a mí, una especie de álbum publicado en Londres, en 1973, en respuesta al golpe, y que la UDP editó en Chile, en 2007.
Radicada en Nueva York desde 1980, formó parte de Heresies: A Feminist Publication on Art and Politics, un referente del pensamiento feminista. Sus obras se han desplegado en prestigiosas salas del mundo y forman parte, entre otras, de las colecciones de la Tate Modern Gallery el Museo de Arte Moderno (MoMA), de Nueva York, mientras que las conocidas muestras con sus quipus —un método de nudos con que los incas llevaban las cuentas y que son asimismo “un registro de información histórica y creativa; un universo de conocimientos” — se han expuesto, tanto en Londres, como en Nueva York y Santiago.
Por teléfono, desde Ciudad de México, donde asistió a la inauguración de una exposición con cien trabajos suyos en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC), la voz de la artista suena inesperadamente joven. “Es la primera retrospectiva de mi obra, que se inició en el Museo Witte de With en Rotterdam, el año pasado”, cuenta con entusiasmo. En 2019, también recibió dos reconocimientos internacionales importantes: el Herb Alpert y el Premio Velázquez.
Hace poco, tras el estallido social, estuvo en Chile. Entre otros actos, leyó poemas con Elvira Hernández, realizó una performance con el colectivo de arte La Casa de las Recogidas y una ritualización de las aguas del Mapocho —un tema que a Vicuña le ha interesado desde los años sesenta, “cuando se comenzaba a hablar que la próxima gran crisis de la humanidad iba a ser la del agua”—, y tuvo un diálogo público con Las Tesis.
A mediados del año pasado, en una entrevista, dijiste que los chilenos estaban semidrogados, dormidos. ¿Qué te ha parecido el despertar de Chile?
Maravilloso. Inesperado. Ha implicado un cambio en la historia de Chile… Es un movimiento transversal, donde hay niños, abuelitos, obreros, doctores. Doctores que están recuperando la esencia de su profesión: dándose ahí, a los demás, gratuitamente. Es algo hermoso.
“No son 30 pesos, son 30 años”. ¿Habría sido diferente si el presidente no fuera Sebastián Piñera?
Quién sabe.
Algo llamativo es que las calles se han convertido en un gran lienzo.
Sí, ha habido una recuperación de la poesía en las calles. No solo han servido para protestar y lanzar insultos o plantear demandas, también para plasmar ideas y conceptos filosóficos. Me sorprendió ver algunos fragmentos de mis poemas puestos como esloganes, entre ellos, “Tu rabia es tu oro”. “Palabrarmas” que yo ideé en otro contexto, en los años setenta, y que hoy se han convertido en banderas.
Vives fuera hace décadas. ¿Qué es Chile para ti?
Una incógnita.
FAMILIA, INFLUENCIAS Y AMOR
Vicuña, que tiene ascendencia indígena, por línea materna, y vasco-irlandesa, por el lado paterno, se crió en una familia de artistas en La Florida, cuando esta comuna era un campo con laguna y animales. “Crecí andando entre caminos de tierra. Las casas tenían bibliotecas y talleres. Los niños tenían una vida propia; yo exploraba por mi cuenta y sacaba mis propias conclusiones”.
¿Cómo era eso?
Mis abuelas fueron Teresa Vicuña, la escultora, y Teresa Arenas, una cantante de ópera que, a los veinte años, se casó y dejó de cantar; lo hacía solo en la casa… Era un ambiente no estructurado. Se enseñaba a cultivar y plantar; la greda de mi tía Rosa Vicuña, una escultora olvidada pero muy importante, estaba ahí. Se hacían grandes comidas, había niños; los adultos discutían de política, de derechos civiles. Fuimos una familia perseguida, mi abuelo (Carlos Vicuña Fuentes, autor de La tiranía en Chile, 1928), que publicaba a Vicente Huidobro y a Pablo Neruda, estuvo preso muchas veces. Siempre estuvieron presentes la pasión por el arte, la creación, la justicia y los derechos. El arte era visto como una expresión de amor.
¿Cuáles son tus grandes influencias?
Mi familia, el pensamiento indígena, el pensamiento surrealista (que postula que la poesía es la manifestación vital del hombre), el pensamiento oriental (que ya leía a los doce años), y el mundo anterior a 1973, que era hermoso, abierto, creador.
En tu poesía hubo un libro, Antología de poetas surrealistas, del argentino Aldo Pellegrini, que te marcó, ¿por qué?
Sí, lo leí a los catorce años, gracias a la biblioteca de mi tía Rosa, una mujer extraordinaria. Me impresionó porque incluía poesía de mujeres. Había solo dos (Joyce Mansour y Gisèle Prassinos) en un largo listado de hombres. Me sentí liberada para escribir. Mi poesía es de los años sesenta y aún está censurada en Chile. Publiqué mi primer libro afuera, en los setenta. Recién, en 2013, Catalonia editó El Zen surado, con poemas escritos en 1965 y 1972.
Aún hoy la presencia de poetas femeninas en antologías es mínima, a pesar de que ha habido grandes exponentes.
Chile es uno de los países más machistas que existen. Hay un control de la palabra en manos de los hombres. En las culturas indígenas, en cambio, las machis son poetas. En la cultura mestiza, Mistral es plata, está en un billete, pero la mayoría de la gente no la ha leído jamás.
¿Es cierto que, por primera vez, encontraste un hombre sin miedo ni complejos frente a una mujer creativa?
Sí, recién ahora, “de vieja”, he encontrado el verdadero amor: un poeta estadounidense mestizo. Y no digo más.