Disfrazando el desprecio

Por Marcelo Contreras

A pesar de su categoría internacional, como un referente entre los más grandes eventos musicales de Hispanoamérica por más de seis décadas, el festival de Viña del Mar irradia, de tanto en tanto, cierto provincianismo; señales reveladoras de que en este contexto interconectado e instantáneo en el que vivimos, Chile expone su condición isleña con lecturas toscas.

Inolvidable la reacción furibunda de la prensa, por ejemplo, ante la visita de The Police, en 1982, distinguidos con el premio limón ante una prensa desfasada, incapaz de descifrar a la banda más grande de la Tierra en ese momento. El guitarrista Andy Summers lo dijo en su autobiografía El tren que no perdí (2006): el paso por Chile fue el peor en la carrera del trío. En 1991, un diario tituló “Please no more” ante el debut de Faith No More, una de las instituciones rock indiscutidas de los noventa y que, con el correr de los años, urdió una cercana relación con el país mediante numerosas visitas.

Durante este verano, “el festival de festivales”, como se autodefine el certamen, ha sido noticia nacional e internacional por el intento de veto a la presencia del mexicano Peso Pluma (24), el campeón de los corridos tumbados. Calificado como promotor de la narcocultura por parte del columnista Alberto Mayol, para el sociólogo resulta inaceptable que un evento con dinero público acoja a un artista con esas características.

Lo primero es que el festival no se hace con aportes estatales. Lo segundo es la señal emitida al intentar prohibir a un artista que figuró en la mayoría de los listados, con lo mejor del pop en 2023 a nivel global. Si bien la organización aclaró rápidamente que no habría veto alguno, TVN insistió en su cuestionamiento.

Lo cierto es que el festival de Viña no está en posición de perder la energía del público juvenil. Dar un portazo a una gran estrella bajo acusaciones discutibles —atacar al narcotráfico por un cantante semeja una raya en el agua—, abre las puertas para futuras cancelaciones por arbitrariedades elitistas que, en el fondo, no ocultan su desprecio por las expresiones populares.

Aquellas opiniones a favor de la descalificación del urbano se estrellan contra la historia. Basta recordar lo que la generación del tango, del bolero y de las grandes orquestas opinaba del rock.