La costa de Maitencillo fue el lugar ideal para conversar con esta deportista profesional, que se apronta a comenzar su cuarto año en el circuito mundial. De cómo la vida la llevó a practicar un deporte que nunca imaginó, el histórico oro conseguido en los Juegos Panamericanos y el futuro auspicioso del bodyboard en Chile. Esta es la historia de una mujer incansable.
Por Germán Gautier V. / fotografía Mariela Sotomayor G y gentileza de Valentina Díaz.
Son los últimos atardeceres en Maitencillo y ese sol estival, que días atrás caía como fruta madura, terminó por esfumarse. Este que ofrece el incipiente otoño en la playa de Aguas Blancas es más fresco, está hecho de acuarela, y Valentina Díaz Langdon lo observa en silencio.
En un par de semanas, esta deportista de veintiocho años parte al estado de Oaxaca, en México, donde se encontrará con un viejo amor: su adorada Playa Zicatela, en Puerto Escondido. Allá realizará la pretemporada para arrancar su cuarto año como profesional en el APB World Tour —la competición que reúne a los y las mejores bodyboarders del planeta—, con la férrea intención de superar el décimo puesto que logró el año pasado.
Valentina va con buenas energías. En julio del año pasado, en un día de entrenamiento en Zicatela, apareció inesperadamente una ola de seis metros —lo que mide una jirafa adulta, por ejemplo— que no dudó en remar y que la convirtieron en récord mundial. El video de la hazaña se hizo viral y de regreso a casa se encontró con un llamado de la ministra del Deporte, Pauline Kantor.
“Hubo una conexión entre dos mujeres deportistas y empoderadas”, asegura Valentina. “Ella tiene conocimientos sobre estos deportes que no son muy masivos en el país, pero que han hecho famoso a Chile alrededor del mundo, y que ha traído mucho turismo. Sabe que hay personajes en el mundo del surf, como Ramón Navarro, Cristián Merello, Diego Medina o yo. Sabe que son deportes nuevos y que están haciendo historia”.
LA CORDILLERA
“Yo nací con los esquís puestos”, recalca Valentina. A los tres años ya se deslizaba por las montañas albas del Centro de Ski El Colorado donde su padre, Orlando Díaz Rodríguez, era mountain manager. Vivía en El Arrayán y dice que las Barbies no eran regalo de cumpleaños ni de navidades. Con un hermano mayor y otro menor, sus días transcurrían jugando con un palito en el patio, arriba de los árboles y luego sobre una tabla de skate. “Siempre me he sentido muy bien en los ambientes naturales y esa es influencia de mi papá”, afirma.
A los diez años competía representando los colores del club Universidad Católica, pero seguir las reglas del slalom le parecía aburrido. Arrancarse de los entrenamientos e irse a esquiar sola o con amigos fuera de las pistas eran para ella actos de verdadera adrenalina. De todos modos, la cordillera seguía marcando su ritmo de vida: a los diecisiete años terminó el curso de profesora de esquí y un año después ya estaba enseñando.
Pero a esa edad ambivalente, repleta de cambios y decisiones por tomar, una nueva pasión brotaba y lo hacía lejos de la montaña. Muy lejos.
“Mi papá tenía una fábrica de ropa técnica de esquí —cuenta Valentina—, y cuando llegaron los chinos en los noventa quebramos. Nos tuvimos que venir a la playa, a la casa de mi abuela en Marbella donde veraneábamos. Nos fuimos del colegio, perdimos la casa de El Arrayán. Y era quedarse en Santiago en un departamento pequeño o venirnos a la playa y tener una calidad de vida mejor. Él siguió trabajando en El Colorado, así que todas las vacaciones de invierno íbamos a la montaña. Pero nosotros vivíamos acá con mi mamá”.
Para una niña santiaguina de ocho años pasar de una educación privada en el Lincoln International Academy a una institución subvencionada como el Francisco Didier de Zapallar fue duro. “Yo venía de Marbella, era la cuiquita del colegio. Mi mamá me iba a dejar en auto y yo le decía ´déjame acá lejitos´. Me costó un poco por la parte social, pero fue una muy buena educación porque me permitió conocer distintas realidades y eso me ha servido muchísimo en la vida. Eso me hizo más fuerte”.
EL MAR
De marzo a diciembre, Marbella era un pueblo fantasma, y para matar el tiempo de vez en cuando agarraba unos cuantos palos y partía a jugar golf con su abuela. La playa no le interesaba. Aunque estuviera a unos pocos metros y escuchara las olas romper.
Puede que sea el espíritu aventurero. Puede que sean las ansias de romper esquemas. Puede que sea, incluso, esa manía de conseguir lo que se pone entre ceja y ceja. Lo cierto es que un buen día vio a su hermano mayor surfear. Valentina nunca había visto un bodyboard, pero entendió que alrededor de esa tabla pequeña se reunían amigos y que había una onda.
“Porque era su hermana chica y eran puros hombres no quiso llevarme. Fui igual, me prestaron una tabla, un traje, me metí al agua y dije ¡guau! Me encantó la sensación de salirme del agua y estar liviana, como si te hubieran limpiado el alma”.
Valentina Díaz tenía dieciséis años. Y de ahí no paró más.
Esa primera inmersión fue en la playa El Abanico, pero la que siente como la palma de su mano es la playa de Aguas Blancas. “En ese tiempo mis papás se separaron y yo tenía mucha energía, mucha rabia y cosas negativas adentro y la única forma de superarlas era a través de un deporte. Meterme al mar fue mi terapia sicológica”.
¿El mar te pareció un lugar agresivo? Las corrientes y la temperatura no son amables
Para una mujer es pesado porque el mar es helado, estás siempre llena de arena, la sal marina te quema. Pero yo tenía la escuela de la montaña, que también es ruda y entrenaba a los diez años con traje de descenso, muerta de frío, con viento blanco. Estaba preparada para aguantar otro tipo de presión como el mar. Pero me sentía súper cómoda.
¿Por qué crees que había menos mujeres practicando bodyboard cuando comenzaste?
No existía, prácticamente. Yo nunca tuve una figura femenina a quien mirar. En Maitencillo no había mujeres que hicieran bodyboard. Fui una de las primeras. En ese tiempo no estaba muy de moda, en cambio ahora todos surfean, lo cual es buenísimo.
PIPELINE
La primera bodyboarder que conoció fue a Lilly Pollard. De alguna manera llegó a sus manos la revista Riptide y Valentina quedó enganchada con la figura de la australiana y con la fiereza de la ola de Pipeline, en Hawái.
En Iquique —con un fondo rocoso y donde la presencia femenina era mayor— compitió por primera vez y quedó con ese gustito dulce de la victoria. Sin embargo, Valentina continuó por la ruta del freesurfing. Con el dinero recaudado como instructora de esquí viajaba por el continente buscando las mejores olas. Su primer viaje fuera del país fue a Bocas del Toro, en Panamá.
Estudiando paisajismo pololeó con un arquitecto y ambos apasionados por el bodyboard crearon Tubos Magazine. Por casi cuatro años Valentina fue fotógrafa, escribió reportajes sobre otras mujeres deportistas y cubrió eventos. Pero seguía con la idea fija de ir a Hawái. “Tenía una foto frente a mi cama y cada día que me despertaba la miraba”, dice entre risas.
La relación se quebró y Valentina viajó a Hawái durante cinco meses. Allá conoció a la Lilly Pollard de carne y hueso. Ella le consiguió un auspicio con una marca australiana. Le mandaba tablas y la ayudó a hacerse conocida en el medio. ¿Qué vio en Valentina? “Una mujer aperrada que tenía talento para surfear en Pipeline, una de las olas más temidas y famosas del mundo”. Lilly le propuso que intentara hacer el tour mundial.
-En febrero de 2014 fui a Hawái a competir en Pipeline. De no tener ránking, pasé las clasificatorias y quedé en el puesto veintiuno. Volví a Chile y me empezaron a ofrecer patrocinios y auspicios. Había recién terminado la universidad y dije que me iba a dedicar por completo.
El año siguiente fue clave. La Federación de Surf la llamó para representar a Chile en los Juegos Panamericanos de la especialidad en Punta Roca, Perú. Aunque estaba lesionada y no pudo entrenar previamente, alcanzó el oro en una lucha encarnizada frente a la peruana Carolina Botteri. Fue el primer oro individual en la historia del bodyboard femenino chileno a nivel internacional, y eso fue una inyección de ánimo y convicción.
Hace tres años, Valentina viene compitiendo en casi el noventa por ciento de las fechas del tour. En todos ha terminado dentro del top ten mundial, pero su sueño es nítido: llegar a la cima o coronarse en Pipeline (el 2017 fue segunda).
Los primeros días de junio, Valentina Díaz regresará de Puerto Escondido. El 22 de ese mes comienza el circuito en el Iquique Open y el 4 de julio estará en el Antofagasta Boadyboard Festival. Las dos primeras fechas son ineludibles. “Con los campeonatos mundiales se genera un movimiento familiar impresionante y quedan todos los niños y niñas motivados, tal como me pasó a mí. El deporte ha crecido mucho. Ahora hay Federación de Bodyboard y clubes femeninos a lo largo de Chile”.
“Para una mujer es pesado porque el mar es helado, estás siempre llena de arena, la sal marina te quema. Pero yo tenía la escuela de la montaña, que también es ruda y entrenaba a los diez años con traje de descenso, muerta de frío, con viento blanco. Estaba preparada para aguantar otro tipo de presión como el mar. Pero me sentía súper cómoda”.
Hace tres años, Valentina viene compitiendo en casi el noventa por ciento de las fechas del tour. En todos ha terminado dentro del top ten mundial, pero su sueño es nítido: llegar a la cima o coronarse en Pipeline (el 2017 fue segunda).