“Nacido Jesús en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes, unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén diciendo: «¿Dónde está el Rey de los judíos que acaba de nacer? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle»” (Mt, 2:1-2)
Los tres reyes magos que buscan al Niño nacido bajo un signo prodigioso, es ese bello relato, parte íntegra del nacimiento del Mesías. El Evangelio de Mateo —único que menciona el hecho— ni dice que eran tres, ni que eran reyes; pero eran magos. Probablemente sabios estudiosos de escrituras —entre otras, de las hebreas. Conocían la profecía de una estrella que anunciaría al sucesor de David (Números 24:17), y que sería el Salvador (Daniel 9:25-26). Pero, sus nombres fueron dados muy posteriormente. Aparecen por primera vez en el siglo VI, en un mosaico de la Iglesia de San Apollinaire Nuovo, de Rávena, donde se representa a tres nobles ataviados al estilo persa, y encima dice: Melchor, Gaspar y Baltasar. En otro texto, el Excerpta latina barbari, se les llama Melichior, Gathaspa y Bithisarea. Y en el Evangelio Armenio de la Infancia (apócrifo) se dice que “Balthazar, Melkon y Gaspard, fueron a adorarle”. Mas sería siglos después que con ellos se hizo alegoría de las tres regiones del mundo cristiano, y relacionó a Melchor con los europeos, a Gaspar con los asiáticos, y a Baltasar con los africanos.
Es importante señalar que el Evangelio de San Mateo es el único escrito directamente en hebreo. Ergo, pudo suceder que en ese libro se dio relevancia a los tres reyes magos, en cuanto asocia el nacimiento del Mesías a la estirpe de letrados, población culta y refinada que se convirtió al cristianismo, y que fue decisiva para la formación de la Iglesia en Siria-Palestina. Sin restar por ello importancia al excepcional suceso de una gran luz que apareció y se volvió una gran luminaria. Fue cuando varios sabios vieron en ese signo el anuncio de un gran portento. Dóciles y curiosos, siguieron la estrella, la que fue indicándoles el camino. Y en alguna encrucijada se hallaron, intercambiaron pareceres y coincidieron en que buscaban lo mismo. Llegaron a Jerusalén preguntando “«¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer?» Un consternado Herodes consulta a sus propios consejeros, e indica que según la profecía de Miqueas, un príncipe debía nacer en la pequeña Belén. Hasta allá fueron. “Y al entrar en la habitación vieron al niño con su madre, María. Postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Luego, avisados en sueños que no fuesen donde Herodes, volvieron a su país por otro camino” (Mateo 2:11).
Los tres reyes magos han sido tema de escritos y leyendas, desde las humildes a las inverosímiles; como la que dice que esos Tres procedían del fabuloso Reino del Preste Juan. Otra leyenda cuenta que después de la resurrección de Jesús, el apóstol Tomás los encontró en Saba (¿Yemén?), donde los bautizó y nombró obispos. Pero los Tres fueron martirizados, muertos, y puestos en un solo sarcófago. Santa Elena fue a buscarlos, y halló tres cuerpos coronados. Los trasladó hasta Constantinopla, donde fueron venerados. Siglos después, Federico I Barbarroja (1122–1190), se llevó las reliquias a Colonia. Fue tal la cantidad de peregrinos que concurrieron hasta esa urbe de la Renania, que el emperador Federico II (también Hohenstaufen) ordenó la construcción de la colosal catedral, la que tomó seiscientos años en ser terminada. El relicario, en forma de basílica está ahí, hasta hoy. Y sigue atrayendo peregrinos, que con recogimiento van a saludar a los tres reyes magos, esos, los que siendo tan poderosos, se arrodillaron ante el Niño Jesús, el Salvador.
Tres, cuatro, o quizás doce sabios, son los que fueron a rendir homenaje al Mesías, y son llamados en todos los escritos “magos”. Mago viene del persa magûsha, que significa “sabio”, palabra que pasó al griego como magós (plural magoi), y al latín como magus (plural magi) “alguien de amplio conocimiento”, de la que deriva magíster, magisterio, magistratura, y otras que usamos hasta hoy. Los magûsha orientales eran estudiosos de misterios; auscultaban el cielo buscando significados. Este concepto es tan antiguo que su origen se hunde en el tiempo. En la primitiva lengua de la que deriva el sánscrito, el persa, el griego, el latín, el armenio, hubo un modo de llamar a “lo que es maravilloso” que puede ser escrutado y entendido si se pone toda atención: māgga. En el sánscrito arcaico, māgga es una bellísima idea que aún está intacta, y quiere decir “el poder de la fantasía; lo que se ve con el ojo del alma, y que se hace realidad si se desea con toda pasión”. Estas ideas estaban seminalmente en todas esas venerables lenguas antiguas, y revivieron con el cristianismo. Así, la visita de los tres reyes magos auguró un reencuentro del Oriente y del Occidente, la reunión de la Humanidad, en sí el prodigio de la Redención y su definitiva magna síntesis que es la Historia de la Salvación.
Ciertamente, la Navidad es un tiempo pletórico de magia; y si a veces se exagera lo suntuario no importa si se mantiene el significado de la celebración. Reyes magos lo somos todos cuando con esfuerzo donamos el fruto de nuestro trabajo. Un presente, aunque mínimo, siempre hace feliz, sobre todo a un niño. Pero, como dijo el mismo Mesías, eso es fácil. Intentemos regalar un buen sentimiento, un abrazo, a quien no nos ama. Para que la paz sea con nosotros, hagamos magia: busquemos al Señor renacido nada menos que en nuestros enemigos. Y todo lo que deseamos será realidad.