El incendio de la célebre Notre Dame de París, el 15 de abril pasado, provocó conmoción en el mundo entero, un tanto desacostumbrado a ver la destrucción de un patrimonio universal, algo que lamentablemente había sido mucho más frecuente en tiempos de las guerras mundiales del siglo XX.
Notre Dame de París pudo haber corrido la misma suerte de otros grandes monumentos y obras europeas destruidas entre 1939 y 1945, si no se hubiese tomado la terrible y dolorosa decisión que significó la rendición de Francia frente a la Alemania nazi, pero que posibilitó la entrega de París, liberándola de los brutales bombardeos a los que iba a ser expuesta. Anteriormente, en la Primera Guerra Mundial, los bombardeos que sufrió la capital francesa en 1918 por parte de la artillería alemana, habían golpeado algunos monumentos, pero felizmente Notre Dame había salvado ilesa.
Sin embargo, esta bella iglesia, símbolo del catolicismo francés que por siglos lideró la reserva espiritual del cristianismo en Europa occidental, ya había perdido parte de su patrimonio interior. Sólo basta recordar que tras los episodios de la Revolución de 1789, al poco tiempo, en 1793, el templo había sido suprimido como espacio sacro católico, para convertirse en un templo consagrado a la diosa Razón, por lo cual sufrió profundas transformaciones y saqueos que, en parte, mermaron la riqueza de una obra que había sido construida entre los siglos XII y XIV.
La iglesia fue restituida como tal por Napoleón Bonaparte en 1804, quien sin ser una persona religiosa, consideró que el templo debía volver a ser la cabeza del catolicismo francés. De hecho, ahí se coronó emperador, coincidente con la visita del Papa Pío VII.
Si el templo tiene un valor espiritual para millones de creyentes, en el plano patrimonial histórico, Notre Dame es una obra maestra del gótico francés. Este arte había nacido precisamente en Francia en el siglo XII, siendo la basílica de Saint Denis el primer ejemplo de esta nueva expresión de la arquitectura religiosa medieval, a la que le siguieron varias emblemáticas obras como las catedrales de Chartres y Reims, entre otras. Sin embargo, la de París se transformó en un ícono, con su emplazamiento estratégico en la Isla de la Cité, con sus torres sin ojivas, su aguja en la nave central, los arbotantes a la vista, los imponentes rosetones con sus coloridas vidrieras, y sus emblemáticas gárgolas, en suma, una postal en el corazón de la capital francesa. Y desde una perspectiva global, hay que pensar que esta catedral es trescientos años más antigua que la actual Basílica de San Pedro de Roma, o que incluso, su construcción fue coincidente con la fundación de la ciudad de Tenochtitlán, en México central, en el siglo XIV.
Sin embargo, todo aquello que parecía eterno, perpetuo, de pronto frente a nuestros ojos mostró su dolorosa fragilidad. El incendio destruyó una parte de esta joya y nos obligó a reflexionar sobre lo vulnerable que puede ser aquello que pensamos que siempre perdurará.
Para el caso de nuestro país, los riesgos de perder nuestros monumentos históricos son latentes. Sería difícil de imaginar ver destruida para siempre alguna de las emblemáticas iglesias de Chiloé por algún temido incendio, y de igual forma, existe el riesgo latente de perder el patrimonio de Valparaíso en algún terremoto u otro siniestro. En suma, el incendio de Notre Dame ojalá nos ayude a tomar conciencia de los peligros y nos anime a trabajar en la prevención.