El 5 de mayo de 1821 fallecía, en la lejana isla de Santa Elena, Napoleón Bonaparte, una de las figuras más relevantes de la historia occidental, siendo un controvertido protagonista de un período de profundos cambios y transformaciones en Europa, y que, de una u otra forma, también afectaron a nuestro continente americano.
Napoleón siempre ha generado sentimientos encontrados. Por una parte, este genial estratega mostró capacidades pocas veces vistas en la historia, a tal punto que es considerado uno de los más grandes líderes militares de todos los tiempos. Sin embargo, al mismo tiempo, su recuerdo para muchos es sinónimo de dolor y destrucción. Sobre esto último, solo basta recordar las representaciones que hizo el célebre pintor Francisco de Goya sobre las atrocidades cometidas durante la invasión francesa a la península ibérica y de las cuales Bonaparte fue altamente responsable. O las incursiones en la península itálica con los consiguientes saqueos patrimoniales con nefastas consecuencias, en fin, nuestro protagonista es un personaje polémico que a dos siglos de su partida sigue dando que hablar, con admiradores y detractores.
Nacido en Córcega, en 1769, cuando la isla solo llevaba un año bajo soberanía francesa, ingresó a la Academia Militar de Brienne, en 1779, donde permaneció cinco años para posteriormente continuar su formación en la Academia de París, siguiendo la especialidad de artillería, gracias a su gran facilidad para las matemáticas, requisito esencial para seguir dicha línea.
Hacia 1789, año del comienzo de la revolución, ya era un joven oficial que estuvo en línea con los revolucionarios, y durante todo el período de mayor convulsión —incluido el famoso “terror” de Robespierre— participó en algunas acciones militares como el sitio de Tolón, donde lo nombraron general de brigada. Posteriormente, su fama se acrecentó al liderar operaciones militares en la península itálica y en Egipto.
Llegó a tal punto su prestigio que ya hacia 1799, realiza un golpe de Estado y alcanza el poder de Francia bajo el título de Primer Cónsul. Para entonces era un héroe nacional.
Sucesivas victorias militares y una fuerte campaña expansiva —algo así como una exportación revolucionaria— le posibilitaron convertirse en emperador en 1804, pasando a la categoría de leyenda. Muchos jóvenes franceses le seguían gracias a sus dotes de liderazgo, credibilidad, genialidad, persuasión, empatía. Incluso las derrotas, como la de Trafalgar, no minaban su prestigio. Entre sus invasiones, muy sonada es la de España, a base de traición a sus antiguos aliados, operación que tuvo efectos en América con la formación de las primeras Juntas de Gobierno ante la cautividad del rey Fernando VII. Tras cuatro años de ocupación inútil y de gran resistencia de la población española, Napoleón decidió emprender la operación más atrevida de todas, la invasión de Rusia, cuyo resultado fue un triste y trágico fracaso con más de seiscientas mil personas fallecidas que estaban bajo su mando.
Finalmente vinieron sus caídas, Leipzig primero, lo que significó su destierro a la isla de Elba. Luego de su fuga, vino el final en Waterloo, donde pese a tener aún el apoyo y lealtad de su gente, no fue suficiente para evitar la derrota decisiva a manos de un enemigo multinacional.
Enviado a su destierro en la isla Santa Elena, vivió ahí sus últimos años hasta morir en 1821. ¿Héroe o villano? Han pasado doscientos años y este líder sigue despertando pasiones, con luces y sombras, que bien merecen la pena estudiarlas.