Vincular a las personas con la tierra, con las hierbas medicinales, con las plantas y hortalizas, crear una huerta, hacer almácigos o compost, a través de las emociones y de la educación ambiental es la propuesta sanadora de esta fundación y, a la vez, es la consolidación de la cruzada que María Isabel, una acérrima medioambientalista, inició hace más de treinta años.
Por Verónica Ramos B. / Fotografía: Francisco Díaz U.
Una vez a la semana y durante un año, esta diseñadora gráfica y madre de dos hijos, viajaba sagradamente desde Illapel a Santiago para estudiar Agricultura Orgánica, en el Herbarium. Luego, hizo un diplomado en Terapia Hortícola, formación que le permitió desarrollar una primera y enriquecedora experiencia junto a un niño con síndrome Asperger. “Con Diego nos sentábamos a observar a los picaflores que libaban el néctar de las flores de la aloe vera. Los contábamos, hablábamos de los colores, de los movimientos y así, durante un año, en mi rol de facilitadora y gracias al poder de la naturaleza iba estimulando nuevas conexiones sinápticas en el cerebro de Diego”, recuerda María Isabel Pacheco, mientras va hilando una historia llena de sincronías que la llevaron a formar, hace más de un año, la Fundación Apachita.
Trabajó diez años en el Centro de Investigación y Desarrollo de la Educación de Adultos (CIDE), diseñando el material educativo para promocionar la educación participativa basada en las teorías de Paulo Freire. En 1997, emigró de Santiago para criar a sus hijos Michael y Alegra, en un ambiente puro y con una alimentación más saludable. Su elección fue Illapel, lugar donde inició un proyecto colaborativo con la Fundación Chile para la producción de hierbas medicinales, aloe vera y aceites esenciales. “Después de un tiempo y con el apoyo de mi padre, fui comprando tierras y adquirí todo el material genético de esta fundación, de manera que formé mi propio proyecto”, agrega.
Tu estilo de vida natural fue marcando el destino
Siempre he sido el roble de mis hijos y todo lo que estudié por gusto finalmente nos permitió sobrevivir. Además de cultivar las hierbas medicinales comencé a cultivar hortalizas orgánicas y las vendía en el mercado local. En ese tiempo, los productos orgánicos eran muy poco conocidos, imagínate que me compraban en cien pesos una lechuga milanesa orgánica. Sembré habas, aloe vera, papas, semilla de girasol, porotos de soya, choclos, cebollas y mi principal producción era el cedrón. Partí cultivando tres hectáreas y terminé con cuarenta…
Debió ser una etapa difícil, de arduo trabajo y perseverancia
Si bien tengo un origen de clase media acomodada y educada, tuve una experiencia muy fuerte de vida que jamás la imaginé, sin embargo, esto significó mi formación y mi madurez. Por eso estoy muy agradecida del Choapa, de la gente que me cuidó y de la tierra que me sostuvo a mí y a mis hijos, durante siete años.
APRESTO EMOCIONAL
Una educación de excelencia para sus hijos motivó a María Isabel a trasladarse a La Serena, en el 2012. Una dura decisión que le significó vender gran parte de su parcela y terminar con el negocio. Al poco tiempo de establecerse en esta ciudad, presentó un proyecto para dictar un electivo de Agricultura Orgánica en la Universidad Católica del Norte, donde finalmente, logró capacitar a más de cien alumnos de diferentes carreras.
¿En qué consistía este curso?
La idea era formar personas para el futuro, porque no sabemos qué pasará con el agua, con la tierra y con las semillas. Hoy, todo está en riesgo, de manera que les enseñaba educación ambiental y agricultura orgánica. Fue el más exitoso de los electivos, pero cumplió su ciclo en la UCN. Después comencé a hacer talleres de horticultura y capacité a veinte mujeres, con quienes, más tarde, formamos el grupo Mujeres Lunas.
¿Esta visión medioambientalista es una herencia familiar?
Mi padre, Alfonso Pacheco, nació en Coquimbo y es un reconocido ingeniero calculista. A fines de los años sesenta creó una serie de proyectos en la zona, entre ellos, escuelas y postas rurales. Es un hombre muy sabio, para mí, un chamán, y mi madre, María Angélica Pizarro, fue maestra de yoga en el Club Providencia por más de treinta años. Crecí en un entorno de respeto por el medio ambiente, soy vegetariana desde los diecisiete años y con mis padres, pertenecíamos a un grupo espiritual, liderado por el músico Joaquín Bello. Esto marcó un antes y un después de nuestras vidas porque de ahí surgió una especie de diáspora de talentos en la astrología, en el medioambiente, en la música, en el arte.
¿Y qué te motivó a crear una fundación?
Cuando conocí al cientista político, docente y coach ontológico, Carlos Rojas y le conté lo que hacía, me hizo ver que tenía un capital importante en mis manos y una red de contactos muy valiosa. Hoy le digo a Carlos que es mi Pigmalión del último tiempo, porque fue él quien me instó a crear la Fundación Apachita. Unimos nuestros conocimientos y creamos un modelo donde la fórmula es la educación ambiental y la educación emocional, es decir, yo aporto con el proceso de la enseñanza de la horticultura y de la terapia hortícola enfocado en el vínculo y en el afecto, y Carlos desarrolla el coaching y toda la parte de educación emocional. Nuestro equipo está integrado, además, por la sicóloga, Daniela Leng y la periodista Camila Ledezma.
¿De qué manera la agricultura orgánica se convierte en una terapia sanadora?
El objetivo de la terapia hortícola no es solo cultivar o producir, por ejemplo, una lechuga, sino todo el proceso terapéutico que esto conlleva, es decir, desarrollar con distintas dinámicas de trabajo, la observación, la motricidad fina y gruesa, etc. El fundamento de esto es recuperar la salud a través de la naturaleza. Nosotros apostamos a incorporar competencias emocionales en distintos grupos, especialmente, en niños, mujeres y adultos mayores. La emoción es lo que nos mueve y desde ese punto de vista no podemos entender la empatía con el entorno, si no la cultivamos.
La base, entonces, es la conciencia ambiental
Nuestra apuesta es comprender qué te lleva a ti a recoger un papel en la playa o qué te pasa cuando ves un plástico en el mar. Nosotros analizamos qué es lo previo, porque existe un punto de vista humano y emocional que nos motiva, por ejemplo, a reciclar. En nuestros talleres y módulos lo que hacemos es vincular a las personas con la tierra y esto no se logra en un día. Debe existir un compromiso serio y profundo, la persona debe considerar que ese aporte es valioso, sentir que la tierra es un ser vivo y, en eso, en Chile, estamos muy atrasados.
¿Qué acciones han realizado a través de la fundación para cambiar este paradigma?
Hemos trabajado en una serie de programas de intervención en materia de transferencia de ecología emocional para personas rezagadas social y geográficamente, entre ellos, realizamos un proyecto con los internos de la cárcel de Huachalalume, en Coquimbo. Primero trabajamos con un grupo de quince reos de la comunidad evangélica, con quienes desarrollamos un pequeño huerto para vincularlos y encantarlos con la tierra, dando además alternativas laborales a futuro. Este año, hicimos un taller con internos de la comunidad de reinserción social y de rehabilitación de drogas, con quienes logramos hacer almácigos, composteras y varias jardineras con diferentes hortalizas y hierbas medicinales, en un espacio que se transformó en un lugar de encuentro. Trabajar con los internos fue una experiencia maravillosa, porque lograron conectarse con emociones a las que no están acostumbrados. Recuerdo que en una ocasión, uno de los internos comenzó a mover la tierra con su pie y muy emocionado comentó “hace ocho años que no hacía esto”.
DESAFÍO A TREINTA AÑOS
Renovar la biblioteca de la cárcel de Huachalalume fue otra de las acciones de Apachita. María Isabel realizó una intensa campaña, en la que logró recabar más de mil libros, entre ellos dos, que la propia Isabel Allende envió desde California, Estados Unidos.
Entiendo que también ha generado un vínculo importante con la Biblioteca Regional Gabriela Mistral
El lanzamiento de nuestra fundación fue precisamente en esta biblioteca porque es una señal clara del desafío educacional propuesto por Gabriela Mistral. Dentro de los programas que imparte esta biblioteca como centro cultural, en enero de este año realizamos un taller de horticultura orgánica para niños e hicimos una huerta en la Casa de las Palmeras, propiedad que perteneció a Gabriela Mistral. Esto para mí tiene un significado muy especial, porque mi abuelo fue alumno de Gabriela, en 1908.
¿Proyectos para este año?
Vincularnos con organizaciones sociales, entre ellas, juntas de vecinos y centros del adulto mayor para trabajar en áreas asociadas al bienestar, salud mental y habilidades interpersonales. Trabajar de manera colaborativa con las comunas rezagadas de la región, posicionarnos en establecimientos educacionales, en empresas y en hospitales para generar terapias enfocadas en nuestro modelo. Y a partir de agosto, daremos inicio a un taller abierto de horticultura orgánica con un enfoque vincular y afectuoso con la naturaleza.
¿Orgullosa me imagino de los logros y avances de la fundación?
Después de treinta años de haber caminado por la Alameda con carteles verdes y haber participado en muchas campañas ambientales, esto ha sido como vestir un traje largo. Es una apuesta muy desafiante, nos encantaría que todos nos conocieran y que las autoridades pusieran un poco de atención en que la situación ambiental es crítica a nivel mundial. Nosotros estamos trabajando para treinta años más, ese es el gran desafío.
“Estoy muy agradecida del Choapa, de la gente que me cuidó y de la tierra que me sostuvo a mí y a mis hijos, durante siete años”.
“El objetivo de la terapia hortícola no es solo cultivar o producir, por ejemplo, una lechuga, sino todo el proceso terapéutico que esto conlleva”.
“Nosotros estamos trabajando para treinta años más, ese es el gran desafío”.