Hermana Gloria Cecilia Narváez: una historia de fe, resiliencia y esperanza

religiosa franciscana

 

Un canto a la vida tras años de cautiverio en Malí

Invitada por la organización Ayuda a la Iglesia que Sufre, la hermana Gloria Cecilia Narváez, religiosa franciscana, visitó Viña del Mar para compartir su conmovedor testimonio. Su historia impacta: fue secuestrada por un grupo de yihadistas de Al Qaeda mientras realizaba labores humanitarias en Malí, y permaneció en cautiverio durante casi cuatro años.

Lejos de quebrarse, su relato está marcado por la resiliencia, la fe inquebrantable y una profunda esperanza. “Mi vida en cautiverio fue una enseñanza de amor, esperanza y caridad”, declaró la religiosa, recordando la experiencia que transformó su vida.

Por Macarena Ríos R./ Fotografías Javiera Díaz de Valdés

La noche del 7 de febrero del 2017, la hermana Gloria sintió ladrar a los perros. En la oscuridad de la noche salió al patio en penumbras, apenas iluminado por la bóveda celeste. ¿Quién anda ahí?, preguntó. El portón de la parroquia estaba abierto —como siempre— ante una eventual urgencia de salud y el uso de la ambulancia que tenían para la comunidad de Karangasso, donde vivían unas doce mil personas; una comunidad tranquila que la religiosa conocía muy bien y que quedaba cerca de la localidad de Koutiala, al suroeste de Malí, donde vivía hacía seis años.

La religiosa había llegado al país africano como miembro de las Hermanas Franciscanas de María Inmaculada, una congregación de origen suizo.

Junto a ella estaban tres religiosas. Se había cortado la luz en el sector, pero ellas tenían una de emergencia que les permitía ver las noticias para saber qué estaba pasando. La insistencia de los ladridos la hicieron salir de nuevo. ¿Quién anda ahí? Volvió a preguntar. Reinó el silencio.

Al volver a entrar, pasaron unos minutos antes de que irrumpieran cuatro hombres armados con fusiles y machetes. Querían llevarse a la más joven del grupo, pero la hermana Gloria les suplicó que se la llevaran a ella por ser la responsable de la comunidad. Al salir de la casa, los hombres le pusieron una cadena en el cuello con un artefacto explosivo, un vestido africano y un turbante. La subieron a una moto y enfilaron hacia el desierto en la mitad de la noche.

Salió con lo puesto, en su pecho guardaba la medalla de la beata María Caridad Brader, la fundadora de las Hermanas Franciscanas y una estampa en su bolsillo, una botella de agua y el santo rosario. Nada más.

“Desde el momento en que entraron a la casa sabía a lo que me exponía. Cuando me llevaron estaba dispuesta a correr todos los riesgos. Tenía mucha confianza en Dios”. 

Al día siguiente, la amarraron a un árbol con cadenas en los pies y la dejaron ahí, a merced del sol inclemente del desierto. “Estás en manos de Al Qaeda, el jefe te mandó a traer porque tú predicas sobre Jesús, pero tú te puedes convertir al islam”, le dijeron los captores. Gloria guardó silencio.

Le dieron agua, pero por el olor supo que estaba mezclada con gasolina. Los más de cuarenta grados se hacían sentir por todo su cuerpo. “Sácate la cruz, eso está maldito”, la increparon, y ella la escondió entre la ropa.

El viaje continuó. Atravesaron el río Níger en una canoa hasta la frontera con Mauritania. Al otro día la cambiaron de grupo, liderado por otro hombre. Conoció a la doctora francesa Sophie Petronin, quien se convertiría en su compañera de prisión, y a Beatriz, una suiza protestante que llevaba un año en cautiverio. “Es por la religión”, le explicaron ellas, mientras se iban adentrando en el desierto del Sahara, cerca de Argelia.

Les daban un bidón con cinco litros de agua al día para las tres. Con eso cocinaban, se hidrataban y se limpiaban como podían. Dormían en el suelo sobre una esterilla y con una manta bajo las estrellas a merced de las culebras y a unos cuatro metros de los secuestradores.

LA FUERZA DE LA ORACIÓN

Dueña de una genuina espiritualidad franciscana, por las mañanas rezaba mientras contemplaba el sol naranjo del desierto, los árboles de acacia y el paso de los camellos. “Nunca había tenido la oportunidad de ver estrellas fugaces tan de cerca ni las pléyades. Yo sabía que los pastores que cuidan a las ovejas se orientaban en la noche con las estrellas y me preguntaba que si yo las conociera como ellos podríamos fugarnos, pero, desgraciadamente, nunca las había estudiado”.

Solía dibujar un cáliz en la arena, “eso encendía en mí una llama de esperanza”. Los captores, enfurecidos, borraban de un pisotón el cáliz dibujado. Recitaba los salmos, doblando sus rodillas, las manos al cielo, mientras invocaba al ángel de la guarda y rezaba el rosario juntando piedritas. “Me sostuvo la fuerza de la oración”.

Cada mañana hacía el pan con la harina que le daban. Con las manos hacía un hueco en la arena, ponía palos de leña y carbón. A veces les tiraban puñados de arroz.

Cada cierto tiempo aparecían drones y tenían que huir a pie y esconderse como podían entre matorrales junto con el grupo armado que las apuntaba con sus metralletas. Le tiraban un puñado de pan o una lata de sardinas. Nunca les dijo una mala palabra, aunque la escupían y golpeaban.

Era difícil conciliar el sueño cuando escuchaba tiroteos a lo lejos y los quejidos de la tortura. En la inmensidad de la noche, la hermana oraba por su protección.

A los dos años de cautiverio se les unió una canadiense. Seis meses después se la llevaron y nunca más supieron de ella. Como tampoco supo más de Beatriz. Tiempo después se enteró que la habían matado porque había perdido la razón.

No se enteró del golpe de Estado. Tampoco de la pandemia que azotaba al mundo.

Un día, en un minuto de peligro, las dejaron solas. La hermana pensó en escapar, pero la francesa no tenía fuerzas por su edad y el cáncer que la aquejaba. “No sabíamos en qué país estábamos”. Estuvieron tres noches solas hasta que llegaron a buscarlas en camellos. Caminaron tres horas por el desierto con chanclas de caucho a través de la pesadez de la arena. Luego de tres horas se sentaron bajo la sombra de un árbol y les dieron carne de oveja y leche. Nuevamente llegó otro jefe que las hizo caminar hacia el sureste de Mali. Levantaron un campamento donde permanecieron una semana.

Con el correr de los días siguieron cambiando de grupo hasta que se llevaron a Sofía, la señora francesa y se quedó sola con sus captores. En uno de los campamentos se le acercó un hombre blanco una noche y le ofreció arroz. “Corres mucho peligro”, le dijo, “tienes que salir de aquí”. Y eso fue lo que hizo, pero la atraparon, le pegaron y la llevaron de vuelta al campamento, arrastrándola por la arena.

“La eucaristía la miraba en el sol, en los hermosos atardeceres. El Señor me acompañaba con la naturaleza. Podrían tenerme encadenada de pies y manos, pero mi espíritu, mi corazón, mis ojos, no”.

“Dentro de la cultura musulmana, el hombre no se puede acercar mucho a la mujer, más aún si es de otra religión. Ellos se la pasaban gritando con sus armas te vamos a matar, tienes otra religión. Era un grupo muy violento, tanto, que intenté escapar otra vez, pero me encontraron nuevamente y me azotaron con una manguera. Me dejaron amarrada a un palo de pies y manos bajo el sol”. Eres un perro de iglesia, ahí te quedas, le dijo el jefe.

A veces se metía hierba a la boca y la masticaba tratando de encontrar algo de agua en ella. La que le daban, muchas veces, estaba podrida.

Intentaba zafarse las manos para poder tomar un poco de agua porque el sol era abrasador. “Si intentas escaparte otra vez, te vamos a matar”, le decían. “Me alimentaba con la oración y la confianza en Dios. Él me va a salvar, me repetía”.

Buscaba palos de leña para cocinar la tortilla podrida que le daban cada mañana. “Queremos hacerte cadáver”, le repetían incesantemente. Con la orina se lavaba la piel, quemada por el sol.

Cada cierto tiempo la cambiaban de grupo y se encontraba con personas más humanas, algunos le deban un poco de carne, otros algo de té. A veces pedía agua y escuchaba un “no tienes derecho a nada hasta que te conviertas”. “Jamás estuvo en mis planes convertirme. Jesucristo lo era todo para mí”.

LA LIBERACIÓN

Por las noches le ponían la metralleta en la frente. Y si escuchaban helicópteros o veían drones la obligaban a esconderse en un desierto con cadáveres que se habían secado al sol. “Fue un tiempo de silencio donde no me pude comunicar con nadie”.

Ante las bombas y los constantes tiroteos, las palabras hirientes y violentas de los secuestradores, los azotes y castigos, las cadenas que la mantenían atada, los escupos y las amenazas de muerte, la hermana Gloria sentía que San Francisco de Asís la reconfortaba y recordaba sus palabras: “si te azotan, bendícelos y que vean en tus ojos la misericordia”.

Un día el paisaje había cambiado. La arena del desierto fue dando paso a piedras negras y divisó a lo lejos un auto azul con tres hombres con turbantes a los que solo podía verle los ojos. “Súbete, no tengas miedo”, le dijeron. Luego de tres horas la cambiaron de auto y llegaron a un campamento de militares con avionetas. “Nos vamos de aquí”. Cuando estaba en una de las avionetas pudo ver, desde lo alto, tres pueblos completamente destruidos. Luego de un par de paradas y cambio de avioneta, aterrizaron en Mopti, una ciudad al norte de Malí. “Vamos a Barmako (la capital de Malí)”, le informaron. La hermana Gloria no lo podía creer. La liberaron el 9 de octubre del 2021.

“En el aeropuerto me esperaban un par de señores que me llevaron a ver al presidente y al cardenal Servo. Era libre. El poder de la oración pudo hacer ese milagro”.

Más tarde la llevaron a Roma a reunirse con el papa Francisco. “Tú has sostenido a la iglesia y la iglesia te ha sostenido a ti”, le dijo. “Lo primero que hice fue ir a la capilla donde está el Santísimo y la virgencita y ahí lloré”.

“Fueron años difíciles, pero te aseguro que mi espíritu nunca estuvo secuestrado. Me sostuvo mi fe y esperanza contra todo desaliento. Pude hacer viva toda mi espiritualidad franciscana al contemplar la naturaleza, el calor abrasador del sol, los atardeceres matizados de colores, la diversidad de pájaros, los camellos, las noches iluminadas de estrellas, los eclipses de luna, las estrellas fugaces. Sentía que Dios me abrazaba con mi hermana naturaleza”.

LOS INICIOS

Hija de padres campesinos, Gloria Cecilia Narváez Argoti nació en el seno de una familia muy católica, en un pequeño campo en el departamento de Nariño, al sur de Colombia. “Mi infancia fue maravillosa, tuve una vida familiar muy linda. Fueron mis padres los que alimentaron nuestra espiritualidad y vocación. Desde que tengo memoria, cada noche nos reuníamos a rezar el santo rosario. Tengo dos hermanos y una hermana”.

Desde pequeña fue monaguilla y cantaba en el coro de la parroquia del pueblo. Participaba en las catequesis y misiones al campo con el sacerdote. “Mi mamá era una mujer muy sensible al dolor de los demás, siempre ayudábamos a las demás familias. Yo le decía a mi mamá que cuando fuera grande quería ser religiosa y al salir del colegio escogí a la comunidad franciscana, cuyo santuario estaba en la ciudad. Quería servir y buscar cada día la santidad”. Tenía diecisiete años cuando entró a la orden.

La primera experiencia fue en Ecuador, en una comunidad indígena, luego la Amazonía en Colombia, México, y más tarde, los países africanos Benín y Malí para prestar sus servicios misioneros.

El 2008 llegó a Malí, a cargo de un orfanato, un centro de salud y promoción de la mujer a través de clases de alfabetización y economía familiar. El resto es historia.

“Tras mi liberación, Dios me ha seguido sosteniendo. No he sanado a través de un sicólogo, sino escribiendo mis duras vivencias en cautiverio. Ahora soy libre, pero para pedirles que nunca más nadie sea encadenado por su fe”. Y remata: “Nunca perdamos la esperanza, siempre hay una luz”.