La complicidad, el sueño compartido, el carácter de cada miembro, rivalidades y conflictos sazonando el relato de un equipo en busca de fama y fanáticos, mediante canciones en discos y en directo. Por décadas, la trama de una banda fue irresistible para millones de generaciones juveniles, disfrutando y sufriendo los altibajos de sus grupos favoritos como una emocionante saga. La más grande de todas, la de The Beatles, capturó la atención del público gran parte de los años sesenta y la siguiente década, cuando la posibilidad de un reencuentro era un anhelo planetario.
Esas conjunciones de talentos bajo un nombre rotundo se han convertido en una rareza en los rankings, una especie en extinción. Entre las cien canciones más demandadas a nivel global según Spotify, apenas figuran los nombres de grupos insípidos como Maroon 5 e Imagine Dragons. Todo el resto son artistas solistas.
Así como desaparecen oficios, la vieja costumbre de montar una banda para hacerse un nombre en la música, resulta caro y particularmente lento para las dinámicas actuales dominadas por lo inmediato. Los instrumentos musicales siguen siendo costosos y requieren de una sala de ensayo sumando gastos, mientras su aprendizaje y dominio exigen un largo proceso. En cambio, la tecnología permite cada vez con mayor facilidad componer y producir canciones mediante una tablet. Guitarras, bajos, baterías, diversidad de teclados y otros instrumentos se simplifican en pantallas con el encanto de un videojuego.
Los Grammy premian esta nueva era del “hazlo tú mismo”. Bille Eilish, la última heroína del pop juvenil atormentado, ganó como mejor álbum del año en 2020, disco que fue registrado en el dormitorio de su hermano.
En una era donde el individualismo y la competencia moldean las relaciones humanas, tiene todo el sentido que expresiones masivas como la música hagan eco del ambiente. Volcar la pasión en una pequeña cofradía empuñando instrumentos dispuesta a conquistar el mundo, es un hábito con ecos del siglo XX que se pierde en el tiempo.