Para los amantes de la música, la década recién concluida será recordada como el periodo en que el streaming y las plataformas se convirtieron en los canales definitivos para acceder a la música, dejando atrás la histórica influencia de las radios. Es también un ciclo curioso porque a pesar de la tecnología reinante donde almacenamos nuestros datos, imágenes y discotecas en nubes virtuales, un formato como el venerable long play, que se remonta a fines de los cuarenta, terminó afianzando su regreso. En EE.UU. las ventas de vinilos superaron al cedé, en 2019, por primera vez en treinta y tres años.
La década contiene un hito en la historia del pop. Las estrellas anglosajonas perdieron hegemonía mundial a costa de dos frentes: a) la música urbana producida preferentemente en el Tercer Mundo con Puerto Rico y Colombia a la cabeza b) el ataque del K-Pop desde Corea del sur. Este mestizaje ha calado con tal profundidad que ahora las estrellas en inglés aspiran a efímeros dúos con figuras latinas. Así, Katy Perry canta con Bad Bunny y Madonna junto a Maluma. A su vez, la arremetida surcoreana es tan poderosa que rankings como Billboard abrieron categorías para el género dejando en evidencia el impacto comercial en EE.UU.
La década pasada es también el epitafio del rock como expresión popular con raigambre juvenil. Con la excepción de las giras, donde siguen cosechando éxito y millones, los artistas del género envejecen junto a su audiencia. Como alguna vez lo fue el tango o los boleros, ahora el rock es la música de padres y abuelos.
En los saldos cuesta identificar astros imbatibles, descollantes y absolutamente populares. Los intentos del rapero Drake, empeñado en las macrocifras del streaming con las que pretende destronar las marcas de The Beatles, no logran remecer culturalmente y solo provocan recelo por anteponer con descaro el marketing a la música.