Humberto Maturana, una de las mentes científicas más lúcidas e innovadoras de la historia chilena, decía que todo vivir humano ocurre en las conversaciones porque en ese preciso espacio se crea la realidad. ¿Por qué no volvemos cotidiano dialogar sobre cuando fallamos? Así podríamos refrendar la propuesta de tres nuevos derechos humanos que proponía el biólogo: el derecho a irse de un lugar sin que nadie se sienta ofendido, el derecho a cambiar de opinión y, por último, el derecho a equivocarse.
Mi padre me enseñó que cuando me metiera de lleno en un negocio, debía hablar con la mayor cantidad de personas que participaran en esa industria, como también con la gente que le hubiera ido mal haciendo lo mismo o algo parecido a lo mío. Lo último fue algo que siempre me pareció aburrido, pero ante eso él decía que era una buena manera de aprender las complicaciones de la industria y los errores de otros. Reconozco que nunca le hice tanto caso en ese tema, pero hoy encuentro que su recomendación es sencillamente brillante.
Con distintas consecuencias y repercusiones, es irrefutable que todos hemos errado en algún minuto, ya sea en lo personal, familiar, amistoso o profesional. Podemos considerarlo incluso en los momentos en que no teníamos plena conciencia de ello, como cuando aprendimos a hablar o a dar nuestros primeros pasos. De forma más directa lo notamos ya avanzada nuestra edad, cuando aprendimos a leer y escribir, o con las primeras caídas en bicicleta. Y ya de manera plena, cuando entramos a nuestra adolescencia y primera adultez, donde nos empapamos más sobre los afectos, la creatividad, el ser, las relaciones personales y sociales, entre otros aspectos que implican amor, pero también equivocación.
Hubo quienes entraron a una carrera y la terminaron, como otros que nunca estudiaron nada y fueron igualmente felices. Hubo personas que siempre tuvieron claro lo que querían para su vida, como otras que durante mucho tiempo se mantuvieron en el descubrimiento. Veo a la rutina y nuestras acciones como un relato de nosotros mismos, como si cada uno escribiera su propio guion también desde nuestros errores. Aspectos que hablan mucho de nosotros, pero que en Latinoamérica suele hacerse negativamente.
En el libro Crear o morir, Andrés Oppenheimer se pregunta por qué en este lado del mundo no suele surgir un nuevo Steve Jobs, un Bill Gates u otro innovador de ese talante, y una de sus respuestas es que nuestra tolerancia al fracaso suele estar al ras de suelo. Concebimos al que se equivoca como alguien descaminado, cuando lo único que está haciendo es abrir su propio camino. Se incordia a quien erra sin siquiera preguntarnos el cómo se llega a eso. Achacamos a quien solo está siguiendo uno de los dogmas más importantes del día a día: el ensayo y error.
Resuena el consejo de mi padre en tiempos donde impera la empatía y el creer más en nosotros. Hacen eco sus palabras en épocas donde efervesce la necesidad de diálogo y colaboración para resolver problemáticas actuales como la desigualdad, el cambio climático o la pandemia. Pero sin duda repercute hablar más con quienes fallaron cuando todavía conmemoramos el fallecimiento de Humberto Maturana, una de las mentes científicas más lúcidas e innovadoras de la historia chilena, quien decía que todo vivir humano ocurre en las conversaciones porque en ese preciso espacio se crea la realidad. ¿Por qué no volvemos cotidiano dialogar sobre cuando fallamos? Así podríamos refrendar la propuesta de tres nuevos derechos humanos que proponía el biólogo: el derecho a irse de un lugar sin que nadie se sienta ofendido, el derecho a cambiar de opinión y, por último, el derecho a equivocarse.