Chiloé: un jardín de iglesias patrimoniales

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Acercándose la temporada estival hay un lugar en Chile que es un imperdible en la vida: el archipiélago de Chiloé, un territorio insular que fuera de sus bellezas naturales y de la genuina identidad cultural de su población, posee uno de los pocos sitios que la UNESCO ha reconocido en Chile como Patrimonio de la Humanidad, específicamente las dieciséis iglesias de madera que representan una arquitectura particular, y que se han transformado en unos de los símbolos más visibles del ser chilote.

Si bien son dieciséis las iglesias patrimoniales, son muchas más las existentes en el archipiélago de Chiloé y su origen histórico se remonta al siglo XVII. En 1608 llegaron los jesuitas a misionar a la región y uno de sus primeros logros fue establecer, a partir del año siguiente, lo que se conoció como la “Misión Circular”, una estrategia pastoral que tenía como particularidad el realizar un viaje durante seis meses en las llamadas “dalcas”, unas canoas que utilizaba la etnia huilliche para desplazarse a remo por los distintos rincones del archipiélago. La primera travesía la hicieron los padres Melchor Venegas, quien era criollo chileno y hablaba la lengua mapudungun, y Juan Bautista Ferrufino, quien provenía de la península itálica. Ambos, con la ayuda de indígenas locales, establecieron una ruta misional que significó no sólo visitar a las diversas comunidades locales de la etnia referida, sino también construir unas pequeñas capillas de madera en cada lugar en que estuvieron como una forma de dejar registro de cristiandad, y al mismo tiempo, que dicho espacio se transformara en un centro de reunión para las sucesivas visitas de los misioneros. Estas capillas debieron ser muy precarias y de techo pajizo, levantadas con la esperanza que resistieran el crudo invierno y a la espera de que más adelante se pudiesen hacer mejoras sustantivas. A cargo de las capillas los jesuitas designaron a un fiscal huilliche, que quedaba con la responsabilidad de seguir el trabajo de evangelización y custodiar ese pequeño espacio sacro.

La misión circular se comenzó a repetir cada primavera y los jesuitas oficializaron el método a tal punto que se mantuvo vigente hasta 1767, año en que por decisión del rey Carlos III de España, todos los miembros de la orden fueron expulsados de sus dominios en la península Ibérica, América y Filipinas.

Al momento de la expulsión o “extrañamiento”, en Chiloé los jesuitas habían levantado más de setenta capillas, las que habían mejorado su calidad constructiva, aunque la mayoría seguían siendo templos muy sencillos y carentes de ornamentos interiores. Pero una de dichas capillas tenía una arquitectura superior, levantada por un hermano jesuita de origen germano, Anton Miller. La iglesia era la de Santa María de Achao, en la isla de Quinchao, bella construcción que es la única que se conserva de tiempos jesuitas, y es una de las dieciséis iglesias patrimoniales de la humanidad. Las otras quince iglesias son de tiempos de la misión franciscana que reemplazó a los jesuitas años más tarde, construidas en su mayoría en el siglo XIX o en los primeros años del siglo XX. Los franciscanos no solo retomaron la obra jesuita, sino que supieron profundizarla mucho más, reconstruyendo capillas en todo el archipiélago y legando una profunda religiosidad popular. Y en los jesuitas podemos hallar el origen histórico remoto de ese “jardín de iglesias” y la institución de los “fiscales”, que aún perdura en la cultura chilota, que custodia los templos y vela por la fe de sus comunidades.