Por Marcelo Contreras
Aunque Estados Unidos contiene menos del 5% de la población mundial, una cuarta parte de los presos del planeta se concentra en sus cárceles. Hay 2.37 millones de personas tras las rejas con un 39% de afroamericanos, mientras en los últimos cuarenta años se cuadruplicó el número de reclusos. Son paradojas en el país de las libertades, y este docureality sabe sacar provecho de esa realidad con ingenio y moral discutible. Terapia de shock pretende, por métodos poco ortodoxos, enseñar a adolescentes problemáticos lo que es un recinto penitenciario como una advertencia de un futuro probable. Son enviados por padres y progenitores superados que buscan una lección definitiva a través de las cámaras con guardias y presos.
El tratamiento consiste básicamente en gritarles todo el rato una perorata que insiste en el respeto y en lo infernal de la vida en prisión. Apenas llegan a la cárcel, los uniformados los tratan como sargento de película hollywoodense que entrena reclutas exigiendo lagartijas y vociferando a milímetros, salpicando los rostros de saliva. Los visten con el uniforme penitenciario, los esposan y luego los instalan al frente de celdas donde los presos —sin dejar de gritar— los amenazan con golpizas e insinuaciones sexuales. Es bastante tensionante hasta que llega el momento en que algunos presos explican, algo más tranquilos, por qué no conviene ir a dar a un sitio como ese.
Terapia de shock funciona con un guión curioso de roles completamente alterados. Los malos son los adolescentes, los padres se victimizan, los reos enseñan el camino del bien, y los guardias advierten a máximo volumen las bondades de seguir las órdenes de los mayores. No importa mucho saber por qué esos chicos están descarriados, qué sienten, cuál es el historial tras esa familia. En esta historia son los malos y tienen que pagar.