Hernán Rivera Letelier: Distinción máxima

Premio Nacional de Literatura 2022

Cuando escribe cae en un trance parecido al de la meditación. Las páginas avanzan entre sus manos sin casi darse cuenta, en un ritual íntimo entre él y sus historias. Sabe que su fanaticada lo admira, pero sobre todo, lo quiere. Desde Antofagasta, este autor innato, trabaja incansablemente para lograr la universalidad que le permita llegar directo al corazón de sus lectores aquí y en la China. Por Texto y fotografías Claudia Zazzali C.

Aprendió a leer en la pampa con el clásico Silabario Hispanoamericano. Hernán Rivera Letelier bordeaba los siete años cuando dos páginas de este libro lo cautivaron y se quedaron en su memoria. No lo sabía, pero eran poemas: uno de Rabindranath Tagore y otro de Antonio Machado. Sin saberlo los declamaba cada vez que podía, atrapado por esas palabras llenas de ritmo.

“Por eso los niños y niñas tienen que ser estimulados para encontrar su talento. Tienen que descubrir la danza, la música, los libros y hasta las ciencias para que sean personas realizadas”, nos cuenta en una entrevista realizada en etapas, justo en medio de la vorágine que le ha significado recibir el Premio Nacional de Literatura 2022.

“Zuácate” atinó a decir cuando la Ministra Julieta Brodsky lo llamó para anunciarle este reconocimiento. Solo “zuácate”. Aún estaba viviendo el vértigo de su más reciente lanzamiento, Hombres que llegan a un Pueblo, una recopilación de historias gestadas en pandemia. Hoy ya tiene otros tres escritos en la puerta del horno. “Es que tengo todo el tiempo del mundo para escribir. Desde que decidí que me iba a dedicar en cuerpo y alma a esto, me levanto y quedo disponible para trabajar en mis historias”, declara.

Me imagino que esa decisión de dejarlo todo para escribir no fue tan fácil…
Cuando gané el premio (de novela Consejo Nacional del Libro y la Lectura) con la Reina Isabel, en diciembre de 1994, seguí trabajando un año más en Pedro de Valdivia y me cancelé. Con el premio y algo del finiquito me compré una casa. A mis cuarenta y cinco años no tenía dónde caerme muerto. Pagué la casa y quedé a poto pela’o pero sin deberle un peso a nadie.

¿Siempre tuviste ese apoyo de tu familia?
Yo fui un irresponsable absoluto con mi familia, pero tenía que cumplirle al arte. Me faltaba tiempo para escribir. Mi jornada en la calichera empezaba a las seis de la mañana y recién a las siete de la tarde volvía del trabajo. Intentaba escribir todos los días, pero el cansancio me ganaba.

A veces incluso me pillaba la inspiración en medio de la faena y escribía donde podía. Usaba el papel donde llevaba envuelto el pan con mortadela o en la misma tierra. La María Soledad (Pérez), mi señora, jamás me cuestionó. He tenido suerte con mi compañera.

¿Y cómo fue eso de quedarte en la casa después de un trabajo tan físico como el de minero?
Era lo que yo más deseaba. Lo extraño no era para mí, sino que para mi gente. Tenerme dando vueltas por la casa o encerrado tratando de agarrar las historias de la cola para que no se escaparan. Muchas personas se hacen ideas equivocadas de un oficio como el de escritor, que uno es “distraído” y lo que no saben es que para escribir se necesita pura perseverancia, aguante y autoexigencia. Hay días en que no hablo con nadie, porque el tiempo no existe cuando me pongo a escribir.

¿Tienes algún método de trabajo?
El que me invento yo mismo. Nunca recibí una clase, ni fui a algún taller. El autodidacta tiene que trabajar más que cualquiera que pasa por la universidad.

AUTODIDACTA A MUCHA HONRA

Su pasión y resiliencia lo movilizan más allá de los límites de la academia, explorando los recovecos del lenguaje en la medida en que sus personajes e historias lo empujan a hacerlo. De hecho, la Reina Isabel cantaba Rancheras se demoró cuatro años en ver la luz porque a medio andar Hernán se dio cuenta que esta novela requería más estudio, más perfección. Estuvo once meses analizando las fórmulas, sin más maestro que ese duende que lo acompaña.

“Cuando estaba escribiendo La Reina, cambié la voz narrativa de tercera a primera persona y la historia adquirió una dinámica increíble. “Soy un genio” dije yo. Pero después leyendo descubrí que era un ejercicio que hacían en Francia el siglo pasado y ahí paré. Tenía que estudiar si quería lograr mi objetivo de hacer una novela universal. Compré libros de teoría, conseguí libros, me robé libros. Porque yo quería escribir una novela como a mí me gustaría leer una novela. Quería romper reglas, pero para romperlas, primero hay que conocerlas”, declara.

¿Cómo se vive ese proceso en un ambiente de trabajo tan solitario como el que elegiste?
No tenía con quien hablar de poesía porque no conocía nadie que escribiera o que leyera siquiera en la pampa. Lo que hacía cuando escribía un buen poema o un buen cuento, era ir a la Biblioteca y compararlo con lo de Vallejos, lo de Cardenal, con Huidobro, con lo más grande. Y me decía “pucha que me falta” y seguía intentando. Todavía lo hago, sin parar.

¿Y si lo que escribías te gustaba?
Lo celebraba como un gol, tal como lo hacía en la cancha en mis tiempos de pichanguero impenitente.

¿Cuál es tu criterio para saber si es bueno o es malo?
Es que al escribir los personajes adquieren vida propia, es increíble. Cuando una novela es mala, tienes que empujar a los personajes a hacer algo que no hace sentido. No habla como debiera, sino que habla como el autor.

¿Y no te gusta obligar a nadie?
Yo escribo como Colón se tiró al mar. Él iba a buscar una ruta más corta para las Indias y terminó llegando acá. Yo me tiro a escribir con una imagen en nebulosa todavía. Si llego a las Indias es una novela lograda, bien escrita. Pero si a mitad de ruta los personajes se amotinan, se toman el barco, nos perdemos y descubrimos América… esa es una gran novela.

RECONOCIMIENTO

“El de ser artista es el oficio más solitario del mundo. Eres un pequeño dios donde creas un mundo con tus propias leyes. Tú puedes hacer que un personaje vuele y si la gente lo cree, vas bien encaminado. Pero si el lector duda, estás mal… no lograste hacerlo verosímil”, continúa la conversación en su mesa del Café Okus en el centro de Antofagasta. Un té, dos medias lunas y observar a la gente circulando son parte de las rutinas que lo han transformado en un ícono pop de chaqueta de cuero negra.

Mientras hablamos, se acercan para felicitarlo. Hernán responde con cariño. “Mis lectores son incondicionales y yo siento su cariño. Muchas veces compran mis libros con la punta del pie en la cuneta y me los traen para que se los firme. Y yo se los firmo con cariño. Porque a veces no tiene plata para ropa u otros lujos y pagan por mi literatura”.

¿Cómo recibes ese cariño?
Con agradecimiento y responsabilidad. Hay dos clases de autores: los que uno admira y los que uno admira y quiere. Yo espero ser de los segundos. Cuando murió Borges yo lo sentí mucho porque escribe espectacular. Pero cuando murió Cortázar yo estaba solo en mi casa y me senté en el sillón a llorar. Lo sentí como a un amigo.

Sentir el cariño del público es impagable. Creo que lo he logrado porque busco traspasar el valor testimonial que pueden tener las historias de la pampa, que seguramente van a resonar en los que gustan de ese estilo, pero que para otros pueden no ser de interés. Mi intención es que los que vivan en la China también empaticen con las historias, aunque nunca hayan pisado el desierto.

Y vuelvo a la pregunta ¿hay alguna fórmula?
Escribo por intuición. Todo lo que sé de teoría es porque lo he necesitado por la práctica. Mis mejores páginas las escribe mi duende, que me dicta al oído historias y palabras. Me sumerjo en las letras y de pronto, reacciono, como que me vuelve el alma al cuerpo y veo cómo avanzaron las páginas. Escribo sin tiempo. Y también con algo de suerte.

¡Pero Hernán, lo tuyo es puro trabajo, nada de suerte!
Me siento afortunado. En este país si no tienes suerte es difícil vivir del arte. Hay que estar en el momento preciso, en el lugar indicado.

Mmmmm, yo no creo en las casualidades…
¡Tengo ejemplos! Yo me había financiado mis primeros libros: Poemas y Pomadas y Cuentos breves y cuescos de breva. Los vendía, imprimía más y seguía. Pero con La Reina me dije “no pienso meterle un peso a este libro. Me voy a ganar un premio y alguien lo tendrá que editar”. Y justo apareció el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura en la categoría novela. No quise apurarme y postular el noventa y tres. Esperé todo un año hasta sentir que estaba listo y gané.

¡Pero eso no es suerte!
Es que ahí viene la suerte. El escritor Luis Sepúlveda en aquellos años era grito y plata en Europa. Justo vino a Chile a visitar a su mamá y alguien le pasó La Reina. Me mandó una carta pidiendo permiso para presentar el libro a sus editores y así traducirla ¡como a cinco idiomas! Imagínate que eso no va a ser suerte.

También tengo suerte de tener amigos como Glenn Arcos, fotógrafo que se empeñó en que me dieran el Premio Nacional. Nos conocemos hace veinticinco años, cuando me pidió permiso para hacer su trabajo de título con mis libros y hemos mantenido una retroalimentación artística constante. Se consiguió todas las cartas posibles y puso mi nombre en las listas. Yo creo que tuve una suerte única de que apareciera en mi vida.

Insisto en que todos tus logros son fruto de tu trabajo y tu enfoque. Y de porfía también, porque muchas veces te han tratado un poco mal en los círculos literarios…
A veces me duelo, pero si soy honesto, yo no escribo para los comentaristas intelectuales sofisticados.

La crítica mala hay que masticarla y si tiene algo de vitaminas, aprovecharla, pero no tragarla porque te envenena. Las críticas buenas también se mastican, se saborean, pero hay que escupirlas igual, porque te hinchan.