Sacrificio

Hecatombe era el sacrificio de inauguración de las olimpíadas (hekatómbē, en griego, “un centenar de bueyes”). No era poca cosa, porque había que hacer cien piras de leña para soasar a los cien bueyes. Además, implicaba dejar de contar con cien nobles animales de trabajo. Los sacrificios de animales, incluso de personas, fueron cosa frecuente en todas las civilizaciones antiguas.

Aśvamedha, en la India, era el sacrificio del caballo real. El príncipe en persona lo ultimaba, y con un grupo de sacerdotes colocaban al animal en una pira de leños para que se consumiera, “para deleite de las deidades que concurrían al sacrificio atraídos por el aroma a carne chamuscada; de paso, escuchaban las plegarias de los oficiantes” (Atharva Veda, III). Pero, en un desarrollo de siglos, al mezclarse la cultura indígena que no gustaba de los rituales cruentos con la cultura nórdica de los arios —buenos para las hecatombes—, se desarrolló el más exquisito pensamiento filosófico que valoró la abstinencia y la contención como ideales máximos de vida. India es la civilización de la moderación, donde no es necesario prohibir; cada cual pone los límites mínimos que puede cumplir y según esos conduce su vida. El sacrificio sucede en el corazón, donde se ha de encender el fuego místico para consumir la tristeza, aflicción, pesadumbre, congoja o angustia. Ciertamente eso es Yoga en su modo más sublime; el gran aporte de la civilización de la India a la Humanidad.

Sacrificio (“acto sagrado”) es la donación desinteresada de un bien preciado con la certeza de que la retribución será mayor. En la antigüedad los agricultores separaban la mejor porción de su cosecha, la que era ofrecida en una hoguera. En su saber y fe sencilla, estaban convencidos que los dioses —regocijados con el aroma del sacrificio— derramarían ríos de bendiciones que traerían más y mejores cosechas. Las sociedades pastoriles hacían otro tanto. Escogían el animal más gordo, el que se asaba hasta carbonizarse (holocausto, quemarlo todo). La ofrenda complacía a las deidades que, a cambio, multiplicaban el número de animales; por eso se llama “ganado”, porque era la contribución divina a la economía humana. Los hebreos, pueblo de origen pastoril, cumplían con sacrificios como medio de elevar plegarias.

Célebre es el sacrificio que se dispuso a hacer Abraham, pero que un ángel detuvo justo a tiempo, pues su obediencia fue la ofrenda que satisfizo al Altísimo que lo premió haciéndolo su líder. Pasaron mil años y tras el éxodo desde Egipto quedó establecido un nuevo pacto con Jahvé (liberación de la esclavitud a cambio del compromiso de someterse a la Ley), pacto que se conmemoró cada Pascua con el sacrificio de un cordero. Jesús, hebreo respetuoso de la tradición, celebró esa fiesta el “Jueves Santo”. Ordenó disponer una mesa con algunos comestibles, pero no había cordero; no estaba el elemento central del ritual. Cuando le preguntaron por qué, Jesús respondió: “Yo soy el cordero. Yo soy el que será inmolado (a cambio de) para quitar los pecados del mundo” ¡El pacto final: la Salvación del género humano! Y, dicho eso, realizó el rito sólo con pan y vino. Esa noche se entregó, manso como una oveja, y murió al otro día, tal como lo predijo, no asado en una hoguera, sino colgado de una cruz.

Por estos días de encierro he visto muchas ofertas de Yoga, aunque más bien de Hatha Yoga (gimnástica), pero pocas invitaciones a aprovechar el obligado sacrificio con un fin superior. Pareciera que ahora nos avergüenza ser un país cristiano. Hemos vivido recluidos, sin querer, como monjes; algunos muy frustrados porque no han podido satisfacer ansias y deseos. Muchos no han podido siquiera pagar servicios básicos. Sin duda ha sido un gran sacrificio, aunque no alcanza a ser hecatombe, porque no ha sido persiguiendo un bien superior; ni ha habido una recta consciencia del sacrificio, como aceptación generosa, de otra manera les aseguro vendría un tiempo de abundancia muy bien ganado. Sino por el contrario, leo en la prensa que aumentó el consumo de drogas, a la vez que la convivencia se ha hecho complicada. Para peor, hay quienes están esperando que culmine el confinamiento para quemarlo todo en un holocausto final.

Hay preocupación porque sobrevendrá una mayor pobreza. Pero la pobreza la hemos visto suficientemente en este lloriqueo de niños. Dígame usted, ¿ha faltado el pan en su mesa? Quizás hasta ha disfrutado de una copa de vino. Eso es mucho más que suficiente. Ahora, con enorme FE, “deja el futuro en las manos de Dios, que es Quien de verdad enciende tu fuego».