En los ochenta, la world music era un pastiche donde algunos de los exponentes más selectos del pop, coqueteaban ligeramente con músicas del Tercer Mundo, entre África y Latinoamérica. Lo hizo Peter Gabriel junto a Youssou N’Dour en el hitazo In your eyes, Sting rematando con una mezcla de samba y cumbia con They dance alone, dedicada a las mujeres con familiares detenidos desaparecidos en Chile, y Make believe, mambo de David Byrne.
Curiosamente, el hit Keep on singing del chileno Sebastián Santa María, una coctelería de spanglish, percusiones latinas, new wave y synthpop, era una especie de camino inverso. Un latino que sonaba perfectamente europeo —Santa María vivía en Suiza y grabó la canción en Londres—, con unos versos criollísimos que decían “dale negra, dale, dale”.
El origen del concepto world music arranca en 1987, cuando distintas compañías discográficas de Londres comenzaron a rotular así a la música que no sabían dónde acomodar en las estanterías. Maniobras publicitarias instalaron la idea de que se trataba de una casilla sorprendente y de alta calidad, a la vez algo elitista.
Por esa misma época, Congreso publicaba Estoy que me muero (1986), probablemente el disco más pop de su discografía, concentrado en el formato canción con detalles electrónicos y los colores de su amplio bagaje, incluyendo jazz y guiños al África, sin olvidar que Los Jaivas ya transitaban la fusión. ¿World music? Por qué no.
El recientemente fallecido maestro de la electrónica y autor de grandes bandas sonoras, Ryuichi Sakamoto, comprendió que el diálogo entre géneros determinaría el mañana. «Entendió, muy pronto”, subrayó su colaborador Carsten Nicolai, “que no necesariamente un género específico será el futuro de la música, que la conversación entre diferentes estilos, y estilos inusuales, puede ser el futuro”.
Independiente de los juicios estéticos, la música urbana es una demostración de esa dinámica comunicativa, una réplica del Tercer Mundo hacia las naciones industrializadas mediante la reelaboración del hip hop derivado en reguetón y trap, que elevó a Bad Bunny hasta la portada de la revista Time, como sumo pontífice de lo que hoy significa enfiestarse.