El manager Larry Rudolph pone en duda que alguna vez regrese a los escenarios y ella responde tangencialmente, posteando imágenes fitness en Instagram, una manera de acallar las dudas sobre el futuro de su carrera y una tumultuosa vida privada. A los treinta y siete años, Britney Spears parece retirada antes de tiempo. En febrero anunció una abrupta suspensión de su residencia en Las Vegas, por lo demás señal inequívoca de una carrera extraordinaria, pero ya alejada de la creatividad para administrar viejos éxitos. Así lo hizo Aerosmith el año pasado al anunciar estadía en la ciudad del juego y el pecado. La diferencia es que la banda de Steven Tyler suma cuarenta y seis años de trayectoria profesional y la princesa del pop apenas veinte.
Sus fans insisten con la campaña #FreeBritney, que pretende revertir los dictámenes de la justicia que desde hace más de una década restringe el acceso a sus hijos y al manejo de finanzas a cargo de su padre, Jamie Spears, entre otros chaperones. Britney, que ha vendido más de ciento cincuenta millones de discos, no puede hacer compras, por ejemplo, y rumbo a los cuarenta apenas gobierna su vida, víctima de un estrellato que se tornó inmanejable desde la publicación del álbum debut Baby one more time en enero de 1999, en los días en que expresaba un permanente doble discurso sobre virginidad hasta el matrimonio (que no era tal según su famoso novio de entonces, Justin Timberlake), y una imagen abiertamente sexualizada.
Britney nunca pudo romper esas dicotomías entre discurso y realidad, y hasta ahora se empeña en proclamar sanidad mientras entra y sale de instituciones psiquiátricas tratando de encontrar la calma que el principado del pop le quitó, aparentemente, para siempre.