“Hueee-cooooo” gritaba el gentío ese caluroso atardecer del 15 de enero de 2001 cada vez que había una pausa en el setlist de Rob Halford. En ese entonces se trataba del excantante de Judas Priest teloneando a Iron Maiden en una cita histórica, la primera vez de la doncella de hierro con Bruce Dickinson tras el fallido debut de 1992 por censura católica, y la frustrante visita de 1996 con Blaze Bayley. Tres años antes de ese show, Halford sorprendió al mundo del heavy metal revelando su homosexualidad. De alguna manera había declarado mucho antes su condición al introducir en la estética del género el cuero, los remaches y la ropa ajustada adquirida en sex shops del Soho londinense.
Esa tarde, Halford silenció al público con un grito ensordecedor cuando nuevamente arremetía el término homofóbico, intentando humillar a quien ofrecía un gran espectáculo musical. De pronto, la gente no solo detuvo el ataque, sino que aplaudió a rabiar su descarga vocal. El “metal god”, como se le conoce desde hace décadas, dio una lección de tolerancia sin requerir de discursos.
Por décadas sabíamos que Freddie Mercury era gay, lo mismo Boy George y el recientemente fallecido pionero del rock & roll Little Richard. Morrissey se hace el desentendido, pero en la autobiografía de 2013 describe con detalle su relación con el fotógrafo Jake Walters. Miguel Bosé nunca lo asumió hasta que se supo de Nacho Palau, su pareja durante veintiséis años. Fue más noticia la demanda que interpuso por los niños de ambos antes que la relación entre ellos.
Con Ricky Martin era un secreto a voces y cuando finalmente salió del clóset su carrera no se vio afectada en lo más mínimo. El primer show que dio en Chile tras su confesión fue apoteósico. Lo mismo sucederá con Pablo Alborán, la estrella de relevo de la balada romántica española, que eligió Instagram para decir “quiero contaros que soy homosexual y la vida sigue igual”. Mejor dicho imposible.