En un mundo donde la globalización y la tecnología han hecho posible la conexión instantánea con cualquier lugar del planeta, es fácil olvidar que, hasta hace no mucho tiempo, las islas eran lugares apartados, donde la vida se desarrollaba al ritmo de la naturaleza y los recursos disponibles eran limitados.
Esta condición no solo era geográfica, sino también, en términos de recursos y oportunidades. La escasez de materiales y la falta de acceso a tecnologías avanzadas, obligaron a los habitantes a desarrollar soluciones creativas y prácticas para construir sus hogares y comunidades.
Esta limitación se convirtió en la base de una identidad arquitectónica y cultural. Agua y piedra, en distintas proporciones, constituyen gran parte de lo que se ve. Entre ambos elementos se traza la vida. En Mykonos y Santorini —en representación de tantas otras— la arquitectura no nació de una decisión, sino de una necesidad. Las casas parecen haber sido emplazadas donde el terreno lo permitió, con los materiales que había disponibles y con los espesores que el calor exigía. Esa suma de respuestas prácticas terminó siendo un lenguaje.
Por ejemplo, en la isla de Santorini, las casas están construidas con piedra volcánica y techos de tejas de arcilla, lo que les permite soportar el calor y la sequedad del clima. De manera similar, en la isla de Mykonos, las casas se ejecutaron con muros gruesos y ventanas pequeñas, para protegerse del viento y el sol.
El viento, la pendiente, la sombra y la luz dictan las reglas. Las terrazas no buscan la vista, la tienen. Nadie necesita pintar la casa de otro color ni abrir una ventana más grande para tener mejor vista. La identidad no se persigue, es una consecuencia. Y eso, aunque parezca simple, es lo que la mayoría de las ciudades perdió hace tiempo.
La homogeneidad de las islas griegas es un ejemplo de cómo la arquitectura vernacular otorga identidad y cohesión urbana. La repetición de patrones y formas arquitectónicas ha creado un paisaje urbano coherente, armonioso y reconocible. Paradójicamente, consiguen una uniformidad sin reglamento, y en lugares donde lo hay, el salpicón de estilos que resulta a partir de los gustos y aspiraciones individuales, terminan fragmentando el paisaje urbano.
La autenticidad en la creación de espacios no solo es un tema de estética o de diseño, sino también, un respeto por las personas que los habitan. Cuando estos responden a las necesidades y la cultura de sus habitantes, se convierten en un lenguaje que habla de la identidad y la historia de una comunidad. Pero cuando se priorizan otros propósitos, se transmite desinterés y se perpetúa un ciclo de malestar y descontento. Por tal razón, es fundamental que los espacios urbanos sean diseñados y construidos con la sensibilidad necesaria para reflejar la esencia de sus comunidades.