La contradicción era el combustible de Kurt Cobain. Renegó de la mezcla de Nevermind, el segundo álbum de Nirvana publicado hace treinta años, el 24 de septiembre de 1991, por considerarla demasiado pulcra —“suena más parecido a un disco de Mötley Crüe que a uno de punk rock”, se quejó—, como estaba muy atento a la rotación de sus videos en MTV, aun cuando en el discurso público proclamaba rechazo al rock de las grandes ligas. Cuando Nirvana apareció en la portada de la revista Rolling Stone en abril de 1992, Kurt lució una polera que decía “las revistas corporativas aún apestan”. Sin embargo, ahí estaba junto al bajista Krist Novoselic y el batero Dave Grohl, posando para la publicación musical símbolo del establishment.
Cobain desechaba la popularidad y la fortuna, pero sus escritos y dibujos desde que era un adolescente desadaptado, siempre apuntaron en dirección a la fama y el reconocimiento propios de un ídolo. Conquistado el máximo anhelo en una combinación única de adoración masiva y reconocimiento de la crítica, nunca pudo resolver la ecuación planteada por el estrellato. A medida que la fama de Nirvana aumentaba de manera exponencial, sus padecimientos físicos y psíquicos crecían de igual manera.
Nevermind es la última obra maestra del rock cuya publicación provocó un giro en la cultura musical, imponiendo conceptos acuñados desde la prensa como grunge y rock alternativo. Para disgusto de artistas, el primero responde a la necesidad eterna de los periodistas por etiquetar en beneficio de la información y el relato, en tanto el segundo incluye la paradoja de estar acuñado bajo grandes disqueras que, de alternativas, cero.
Era un movimiento de rock pesimista y lúgubre que, a la luz del tiempo, fue el último periodo de creatividad bullente del género que puso en el tapete a la juventud, como ninguna otra manifestación artística y cultural lo había hecho antes. Si el rock partió con la fiesta de Elvis Presley, Nirvana y el grunge fueron la resaca de la expresión musical más importante del siglo XX.