Facebook rebosa páginas de ciudades recordando otras épocas. El ánimo de los comentarios que acompaña cada imagen es prácticamente unánime: todo tiempo pasado fue mejor. Las páginas dedicadas a Viña, lo mismo a Valparaíso, evocan días cuando el conurbano contenía actividades industriales, hoy imposibles, en zonas pobladas. Sin embargo, ante las miradas nostálgicas, las fotos de antaño —en general, panorámicas con fines turísticos—, irradian señorío y garbo que parecen perdidos irremediablemente.
El remate del mobiliario del hotel O’Higgins provocó notas periodísticas repitiendo ese ánimo de fractura, el quiebre con un pasado glorioso, el adiós de un símbolo arquitectónico sinónimo del Festival de Viña del Mar.
El hotel estaba desvencijado, a pesar de algunos arreglos en el frontis y el hall. Alguna vez sus ventanales cedieron ante una batahola de periodistas y camarógrafos, como fueron reventados por turbas en la última edición del evento post estallido social.
El O’Higgins ya había cerrado capítulos que engañosamente parecen a la vuelta de la esquina en la memoria, como las familias que dedicaban una semana de sus vacaciones a la salida del hotel para ver a un famoso. Esa Viña del Mar capturada por el certamen se marchó, apenas la televisión abandonó, por costos, los programas satélites.
Así, el Festival se convirtió en un evento que sólo se experimenta al interior de la Quinta Vergara. Podría ser un desafío llevar en su nombre algo de música en vivo a otros puntos de la ciudad, con figuras en apogeo y talento local.
Discutible comprender las ciudades como mausoleos. Por cierto, Viña no lo es. ¿Era mejor Alvares con vía férrea en la superficie?, ¿o ahora con Merval bajo tierra? No hay dónde perderse. ¿Mejor la recta Las Salinas antes de los juegos, el paseo, la ciclovía y los locales al borde de la playa? Rotundo no. ¿15 Norte cuando había fábricas y un regimiento, donde ahora hay malls y edificios? La respuesta es la misma.