Antártica: Un año en el continente blanco

El fotógrafo José Luis Lambert tuvo el privilegio de contemplar y fotografiar, durante un año, una topografía única, que vive, respira y sobrecoge, mientras el paso de las cuatro estaciones la esculpía a su antojo. En estas páginas, un breve resumen de lo que fue su estadía ahí y que acaba de convertir en libro. “Soy un convencido de que las imágenes que no se comparten, al igual que el conocimiento, se pierden. Por eso, sólo me resta invitarlos a viajar a través de estas fotografías y a reflexionar sobre lo bello que es nuestro mundo y, en especial, la Antártica”.

Texto y fotografías: José Luis Lambert

“Para mí, la fotografía es la expresión gráfica del “yo” íntimo. Ese que se conecta con la sensibilidad que muestra el mundo, desde una perspectiva diferente, apasionada, lúdica, humana, romántica, objetiva o la que el enfoque de la emoción te señale y que provoque en el observador una tormenta de recuerdos, sentimientos y reflexiones.

Mi relación con la naturaleza es de admiración y respeto, cada vez que salgo a terreno a hacer mis fotografías, no puedo sentir más que alegría de poder estar al aire libre, tranquilo, escuchando esos sonidos, o el silencio, que me indica que he entrado a un mundo bucólico.

Soy un agradecido de que todos podamos gozar del privilegio de la naturaleza, de este tremendo regalo. La pandemia sólo ha dejado de manifiesto que el mundo natural siempre ha estado allí, a libre disposición.

Para mí todo momento estacional es maravilloso y tiene su encanto. Sólo hay que saber buscarlo. El invierno —con la lluvia, nubes, nieve— genera ambientes dramáticos y oníricos. El otoño, con sus encendidos y vivos colores rojos y amarillos de las hojas, es una fiesta visual. La primavera, con las diferentes especies en sus danzas de apareamiento, lucha por disputa del macho alfa y fabricación de nido, por ejemplo, es todo un espectáculo. El verano, si estás en la Antártica, por ejemplo, te permite hacer fotografías soñadas, con una cantidad y variedad de fauna, polluelos y crías que te dejan sin aliento.

El camino de la fotografía me ha llevado a recorrer múltiples lugares, todos bellos, únicos y con un encanto que sobrecoge. He tenido la suerte de conocer Islandia, con sus auroras boreales e impresionante geografía volcánica; Noruega, con sus innumerables paisajes de invierno regados de Musk ox; África y sus “Big Five”; Ecuador, con una cantidad de aves que falta memoria para capturarlas todas; Galápagos, con su fauna y geografía prehistórica; Brasil, con sus jaguares y vida en torno al Pantanal; Argentina y la variedad de aves en Iberá.

También he tenido la oportunidad de recorrer casi todo Chile, incluyendo Isla de Pascua, Robinson Crusoe y Antártica, cuya historia retrato en estas páginas.

CONTINENTE BLANCO

Mi mayor aventura fue haber vivido en la Antártica durante un año, en donde el tiempo, literalmente, se congeló. Durante ese año viví una realidad diferente, singular, pues aprendí a valorar y reconocer detalles que en otro lugar hubieran pasado inadvertidos.

Y donde tuve el privilegio de contemplar y fotografiar una topografía única, mientras el paso de las estaciones la iba esculpiendo, cual artista modela su obra cúlmine.

Fue ahí en donde configuré mi libro que resume un año de imágenes de un continente que vive, respira y sobrecoge. El libro está divido en cuatro estaciones. En él he intentado resumir un sinnúmero de vivencias, emociones y sentimientos que difícilmente se logran expresar a través de palabras.

Por lejos, una de las mayores y mejores experiencias que he tenido en mi vida; no sólo en el ámbito fotográfico, sino también en lo humano, profesional y personal, con “Atman” incluido, dirían los versados en pensamiento hindú para referirse a lo íntimo, la esencia, al “ser de uno”.

Desde mi estadía en Antártica, he incursionado mucho en el mundo de los paisajes y me provocan sentimientos que me resultan inefables. Sentimientos que van desde la alegría superlativa a la nostalgia profunda, de la sensación de calor al frío extremo, de lo eminentemente terrenal a un mundo onírico. A través de esas imágenes me puedo transportar, en cuerpo y alma, a ese lugar, aunque medien miles de kilómetros o decenas de años.

Por casi un año, y a pesar de la distancia con mis seres queridos, cada día desperté feliz (¡y muy temprano por lo demás!), agradecido de estar allí y poder, a través de mis humildes fotografías, construir un relato visual que transmitiese las vivencias y sensaciones que esculpieron mi retina y mi alma”.