Javier Stitchkin: Brío

Producto de años de investigación, el caballo se transforma en la prima donna de una muestra llena de detalles y guiños poéticos que lleva por nombre Brío. La exposición, que por estos días se exhibe en la galería La Sala, consta de cuarenta y dos esculturas de diverso formato y materialidad. “Me he dado el permiso de gozar esta exposición y de estar tranquilo con lo que estoy haciendo”, afirma el artista.

Por Macarena Ríos R. / Fotografía Andrea Barceló y gentileza Javier Stitchkin

Dice que desde muy niño tuvo claro lo que quería, que hay que ser muy honesto con la escultura y que como artista necesita sorprenderse a sí mismo todo el tiempo; de ahí su constante búsqueda a través de distintos materiales. Con veinticinco años de trayectoria y varias exposiciones bajo el brazo, Stitchkin se define un ermitaño, pero uno tremendamente ordenado y disciplinado, más maduro. “Estoy en equilibrio, sé cuáles son mis prioridades: estabilidad emocional, tranquilidad familiar y paz. No necesito más”.

Marcado por una familia de artistas —su padre es el connotado pintor Sergio Stitchkin y su abuelo David, fue director de teatro de la Universidad de Concepción—, estudió en un colegio alternativo y humanista, donde pudo volcar toda su creatividad. “El formador de mi carrera fue mi padre. A él le debo mi formación académica, porque él teorizó mucho el arte y me enseñó la estructura”.

¿Qué significa ser artista?
Lo es todo, es una forma de vivir, es estar conectado con las cosas simples, es un mirar diferente, es valorar lo cotidiano, es impresionarse, es vibrar, es ser sensible.

¿Cuál es tu propuesta con Bríos?
Desde el 2014 comencé una investigación en torno al caballo como una prolongación del ser humano, como un ser mágico, mitológico. Empecé a frecuentar criaderos, hice unas cabalgatas maravillosas con mis hijos al pie de la cordillera. Y a medida que pasó el tiempo, me fui enamorando del animal, lo fui entendiendo y lo investigué desde el realismo, hasta generar una imagen lúdica muy personal en que de a poco estos seres se fueron humanizando. Y eso me interesó mucho. La iconografía que representa es bien propia, porque nació de un lenguaje muy espontáneo, pero de mucha investigación y dibujo, de mucho sentimiento.

¿Cómo es tu proceso creativo?
Necesito vivir una experiencia para poder plasmarla a través de un dibujo. Esos dibujos son para mí verdaderos tesoros y es en torno a ellos donde empiezo a desarrollar un lenguaje, una identidad, que más tarde traspaso a una escultura.

Tan esenciales son sus dibujos en la escultura, que la exhibición actual cuenta con seis cuadros de su autoría, enmarcados por su amiga Paula Olivares. Un resumen íntimo y personal de su trabajo que inmortalizó en una croquera durante el último verano y que más tarde digitalizó.

En mediano y gran formato, las esculturas, hechas de madera, de bronce, de fierro, de acero y esmalte, se pasean por la galería. “Muestro la esencia del animal, la elegancia, el brío, la sensualidad, la dulzura, la melancolía cuando está pastando. “Lo mío es una lectura más poética, porque trabajo con los sentimientos”.

¿Tienes una escultura favorita?
Se llama Anillo y es la que más me gusta y a la que le tengo un especial cariño. Es muy simbólica, es una escultura que me interesó tanto que la hice más grande, mide dos metros de diámetro, pesa 250 kilos y está hecha de fierro.

¿Te acomoda el formato grande?
Me gusta el formato grande, la gran tarea del escultor es poder abstraerse del pedestal. La escultura tiene la tarea de, ojalá, poder emerger de la tierra, por eso es que está pensada, en la mayoría de los casos, para estar en el espacio público, para dialogar con las personas y no en una galería. Pero por el costo que tiene fundir piezas de gran tamaño, se trabaja en formatos más pequeños y se recurre al pedestal.

¿Es rentable?
Lo mío es puro amor al arte. No tienes ayuda ni financiamiento del Estado. La logística de trabajar con esculturas es tremenda. Imagínate lo que es movilizar estructuras de cuatrocientos kilos. Una locura.

GESTOR CULTURAL

“Siempre me vas a ver con un rollo de alambre, un alicate y mi croquera. ¿Sabes cuál es la mejor hora para crear? Cuando me alejo del taller. Cuando estoy en el campo o en el mar. Este verano me fui a recorrer el borde costero, desde Pichilemu hasta Constitución. En esas zonas, cuando estoy calmo, puedo crear con tranquilidad. Luego le doy volumen con el alambre, eso me permite llegar a mi taller a estructurar lo que hice”.

El taller del que habla Javier es enorme y lo construyó hace algunos años a los pies de la cordillera, en Santiago. Ahí también levantó su propia academia donde hace clases. Se llama Dos Arte (www.dosarte.cl).

¿Quiénes son tus referentes?
Chillida, Giacometti, ellos me cautivan. Pero una de las cosas que más me gusta es el reconocimiento público a quienes te ayudaron en la vida. Y en ese sentido siempre voy a reconocer a mi maestro Palolo Valdés, que es un gran escultor y, además, somos grandes amigos.

¿Qué aprendiste de él?
Fue tremendamente generoso conmigo. Cuando lo conocí, yo venía con una gran iconografía de figura humana en “estallido emocional”. Gracias a Palolo, aprendí a fundir con una técnica que se llama “a la tierra perdida”.

¿Cómo ves el arte local?
Hoy en día el artista contemporáneo debe cultivarse y ser su propio gestor cultural. En San Francisco, por ejemplo, los artistas trabajan solos, arriendan espacios y muestran sus obras directamente al público. El arte se hace más dinámico y se crea otro tipo de vínculo.

¿Te sientes tu propio gestor cultural?
Absolutamente.

¿Proyectos?
Con mi novia (la artista Renata Schlager) tenemos un proyecto junto a la gestora cultural Carmen Codoceo en El Molle, Valle del Elqui. Quiero crear mi propio taller allá, estar más en contacto con el gres, la madera, volver a tallar, volver a la esencia.