Śiva y los moais

por Sergio  Melitón Carrasco Álvarez Ph.D.

Aroma a asado; risas y juegos de niños entre guitarreos y tonadas. Danzan volantines en el cielo y en los balcones y azoteas flamean las banderas. Mes de discursos, actos cívicos y militares; ferias de artesanía y ramadas. Cuecas, aunque también hay carnavalitos, resfalosas, sajurianas; y no faltará quien presente bailes de Rapanui. ¡Asia! Es el Asia, aquí en septiembre.

El pueblo rapanui no es polinésico sino surasiático, tesis que he sostenido por años. Vinieron de la Melanesia; antes, del Sur de India. Descienden o están en conexión con la más antigua civilización que hubo en el subcontinente indio. Notable, justo cuando se sabe de moais perdidos por el mundo y que no retornan al hogar en Tepito-ó-Te-henua. Entonces aclaremos, ¿qué es un moai, qué representa, qué anima a esos colosos de piedra?

Un moai es un monumento fálico. Simboliza el poder creador Uno; y es emblema fundamental porque expresa la continuidad y constancia que vence toda fuerza adversa. El moai es el vigor de la tribu —el mana que neutraliza la decadencia y tendencia desorganizadora que trata de desbaratar lo que no está bien erguido. Un moai es un falo erecto (es cosa de observar el perfil de un moai y notar la forma del cuello). Llegaron con ese pueblo migrante que remó por el mar desde Śiva (pronúnciese como sh inglesa, como shadow). ¿Dónde está Śiva? Al poniente, muy lejos; dónde ningún hijo rapanui estuvo, sino los ancestros. Sabemos que la lengua rapanui está relacionada con la familia austronésica. Quien escribe este artículo ha comparado y hallado miles de coincidencias. La lengua no cambia porque es el ADN de un pueblo. Se reproduce y continúa por milenios. Y todo eso también lo expresa un moai, que es la persistencia y herencia espiritual que se ha de conservar.

En India se dice que en los Himalayas se alza el Kailaśa, coloso pétreo invisible a la vista del mortal impenitente, pero visible a la mirada luminosa de quien ha despertado. En lo alto del Kailaśa, en una caverna, está Śiva, el Señor de la montaña. Śiva es antiguo como las piedras, por eso se le representa como una roca erguida; la más de las veces ovalada y evidentemente fálica. Ese Śiva ya era adorado por los más antiguos pobladores de India, quienes estuvieron ahí mucho antes de invasiones de pueblos del norte que trajeron la metalurgia y la cremación de los muertos. Śiva es la deidad central de la población agraria que ya llenaba el subcontinente hace diez mil años. Gente inmersa en los ciclos de la naturaleza, dependientes de la fertilidad de la tierra y conscientes de los ciclos de las plantas, del poder de la luna y la fuerza motriz esencial que se derrama como abundancia generosa en cada cosecha.

Śiva, que quiere decir “auspicioso, benigno, favorable”, es la deidad que rige la vegetación y a todos los seres vivos; Śiva es el arado puntiagudo que penetra la tierra y la insemina. Śiva, a su vez, tiene un carácter terrorífico: destruye todo lo que se opone al flujo del existir. Barre con lo que no sirve. Arrasa y demuele lo decaído y desordenado, y sobre el suelo renovado y fértil hace renacer otra vez los frutos. Por eso, desde los orígenes se le representó como una piedra fálica llamada Lingam, que emerge desde otro objeto pétreo con forma de copa llamado Yoni, que representa la femineidad. Un Yoni, con el Lingam erguido en su centro es Ardhanāri, la Unidad del principio generatriz, el abrazo amoroso que trae la vida. En India, hasta hoy, Śiva tiene una consorte inseparable que es su complemento y recibe multitud de nombres: Durgā, Pārvatī, Umā, Gaurī o Bhavāņī. Pero quizás el aspecto más interesante de la pareja es cuando se llaman Kala y Kāli. Kala es la percepción primitiva del paso del tiempo. El tiempo que todo lo devora (los griegos le llamaron Cronos, y se comía incluso a sus hijos), inexorable, siempre breve, al fin se hunde en lo eterno. Esa eternidad desconocida y misteriosa es Kāli, la diosa que cierra los ciclos oscuros.

Por eso la cultura rapanui no sólo es antigua y magnífica, sino decisiva. Merece respeto y todas las facilidades para su continuación. Ellos, los rapanui, trajeron esos conocimientos desde Śiva, esculpidos en los remos. Porque si hay algo que un bogador jamás pierde es su remo. Esos son las famosas “tablillas parlantes” reproducidas, copiadas una y otra vez, hasta que se les olvidó el significado. Lo mismo los moais. Hace dos milenios, el rey Hotu Matúa llegó hasta Tepito-ó-Te-henua, desembarcó en Anakena y enterró su remo. Luego, dio vuelta la gran barca y la transformó en su casa. Al frente, enterró los Śiva-Lingam que trajo a esa nueva tierra. ¡Había triunfado sobre la mar! Y, declaró ese lugar sagrado, para sí y su pueblo. Por eso están ahí los moais, dando la espalda al océano, serenos, concentrados; aún conectados con el Kailaśa.